Desde que tengo recuerdo, mis días han transcurrido en un pequeño pueblo que no aparece en los mapas. Sus calles, surcadas por el sol. Las casas, de piedra desgastada y techos de tejas oscuras, se alinean como guardianes silenciosos, con ventanas pequeñas y enrejadas que parecen observar a los transeúntes con curiosidad y desconfianza. Algunas de ellas están cubiertas de hiedra, como si la naturaleza intentara reclamar lo que le pertenece, mientras que otras tienen grietas profundas que cuentan historias de tiempos pasados.
El aire en el pueblo es denso y cargado de un aroma a tierra húmeda y madera envejecida, un recordatorio constante de las lluvias que parecen caer sin aviso. Los caminos son estrechos y serpenteantes, pavimentados con piedras irregulares que resuenan bajo los pasos de quienes se atreven a caminar. A lo largo de las aceras, se pueden ver faroles antiguos, algunos apagados y otros parpadeantes, que añaden un halo de misterio al ambiente.
Los habitantes del pueblo son un reflejo de su entorno: rostros marcados por el tiempo y la historia, con miradas profundas que parecen guardar más de lo que revelan. La mayoría son ancianos, con manos callosas que han trabajado la tierra durante generaciones. Sus conversaciones son escasas y siempre susurradas; se intercambian miradas furtivas, como si cada uno supiera más de lo que está dispuesto a compartir. Los jóvenes son pocos y suelen irse en busca de oportunidades en lugares lejanos.
Una tarde, mientras deambulaba por un camino cubierto de hojas secas, me topé con un jardín que nunca había visto antes. Mientras me adentraba, el suelo crujía bajo mis pies, como si las hojas secas estuvieran murmurando secretos olvidados. A mí alrededor, las flores moradas se alzaban altivas, con pétalos que parecían absorber la luz del sol en lugar de reflejarla. Cada una de ellas tenía un brillo casi etéreo, y sus bordes estaban adornados con un delicado relieve que recordaba a las alas de una mariposa. En el centro de cada flor, un enigma oscuro y brillante pulsaba suavemente, como si tuviera vida propia.
El aire estaba impregnado de un aroma intenso y contradictorio. La dulzura del néctar que emanaba de las flores se entrelazaba con un leve tufo a descomposición, creando una fragancia que era a la vez seductora y repulsiva. Era como si el jardín estuviera atrapado en un ciclo eterno de vida y muerte, dónde la belleza florecía en medio de la decadencia.
A medida que avanzaba, noté que el jardín no estaba solo poblado por flores. En las sombras, entre las plantas, se escondían criaturas extrañas. Pequeños insectos de colores iridiscentes se movían con agilidad, dejando un rastro de destellos a su paso. Había mariposas con alas que parecían hechas de cristal, reflejando los colores del entorno de una manera hipnótica. Algunas de ellas se posaban en las flores, bebiendo su néctar con una delicadeza casi reverente.
En el fondo del jardín, un pequeño estanque atrapaba la luz del sol, creando un espejo que distorsionaba la imagen del cielo. Las aguas eran de un azul profundo, salpicadas de hojas flotantes que parecían susurrar al viento. Al acercarme, vi que en el fondo del estanque había piedras pulidas que brillaban con un resplandor interno.
Un suave murmullo acompañaba el ambiente; el sonido del viento al pasar entre las hojas y el canto lejano de aves que no reconocía. Era una melodía envolvente que parecía contar historias de tiempos pasados y mundos lejanos. La atmósfera estaba cargada de una energía palpable, como si el jardín mismo estuviera consciente de mi presencia.
En el centro, había una fuente que parecía estar hecha de huesos entrelazados, de los cuales brotaba un líquido espeso y gris. Aquella agua goteaba lentamente, produciendo un sonido sordo que resonaba en la penumbra. Me acerqué, sintiendo una vibra extraña que me invitaba a tocarla. Pero en lugar de agua, lo que vi fue un remolino de imágenes que emergían como fantasmas en la superficie.
Con cada latido de mi corazón, vislumbré visiones inquietantes: la vida de mis vecinos, sus secretos más sórdidos. Vi a Doña Celia, quien siempre parece hornear un pastel, en un oscuro ritual, utilizando los sueños de los demás como ingredientes. A Pablo, el carnicero, preparándose para un banquete; en su mesa había un manjar que no era carne, sino algo que se movía, gritaba y suplicaba.
Cada imagen me atraía más, envolviéndome en su horror, como si el jardín estuviera vivo, alimentándose de mi curiosidad mórbida. Decidí adentrarme aún más, mis paso resonaban en el suelo de tierra oscura, casi como si estuvieran invitándome a quedarme. Fue entonces cuando la maleza comenzó a susurrar mis miedos más profundos; cada hoja parecida a una mano me acariciaba, cada sombra parecía murmurar mi nombre.
Sin embargo, lo más perturbador fue lo que encontré en el rincón más alejado del jardín. Una figura encapuchada, con un manto hecho de los rostros de aquellos que alguna vez habían sido amigos. El aire se volvió pesado; podía sentir cómo sus ojos, ocultos, me observaban desde detrás de la tela desgastada. Sin moverme, escuché su voz:
“Todos somos prisioneros de nuestras propias pasiones. Pero aquí, en este lugar entre lo real y lo absurdo, puedes ser libre”.
Sus palabras, impregnadas de una lógica cruel, resonaban en mí. La curiosidad se transformó en una necesidad; quería ser parte de ese mundo. Mi mente empezó a fragmentarse, cada pensamiento enredado en la belleza y el horror de lo que estaba presenciando. Arranqué una flor morada y, tan pronto como la toqué, un escalofrío recorrió mi cuerpo. La planta tembló y comenzó a susurrar.
“Por cada secreto que descubras, deberás sacrificar uno de los tuyos”.
Sin pensarlo, me dejé llevar por los ecos de aquellas voces que susurraban en el aire, como si el propio jardín me instara a desnudarlos. Comencé a relatar los oscuros anhelos que había mantenido encerrados en lo más profundo de mi ser, temores que se habían alimentado de mis silencios y mis lágrimas. Hablé del rencor hacia mis padres, esos dos seres que, aunque llenos de amor, me habían dejado con cicatrices invisibles. Sus expectativas me habían asfixiado, y la decepción que sentía cada vez que fallaba en cumplirlas se había convertido en un veneno que corría por mis venas.
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Editado: 17.11.2024