Capítulo I: Entre la Tierra y el Aire

Nací en medio de una tormenta, entre el barro y el viento.
Mi madre era tierra: fértil al principio, luego árida.
Mi padre era aire: suave cuando llegaba, violento cuando se iba.
Y yo... yo fui la semilla perdida entre ambos, intentando echar raíces donde no había suelo firme ni cielo estable.

Crecí escuchando los ecos de sus peleas.
Golpes de puertas, palabras rotas, promesas que se marchitaban antes de amanecer.
Mi cuna no estaba en una casa, sino en una grieta: la grieta que los separaba.

Cuando mi padre se fue, el aire se llevó el perfume de su voz.
Mi madre me abrazó fuerte, no por amor, sino por miedo a que también me escapara.
Y en su abrazo de tierra me sentí enterrada.

Recuerdo los días en que ella miraba por la ventana, esperando algo que nunca regresó.
Y cuando lo entendió, se volvió roca.
Ya no lloraba, solo callaba.
Y en su silencio crecí, aprendiendo que no todas las raíces florecen.

El día que conoció a su nuevo amor, el jardín cambió de dueño.
Mi madre volvió a sonreír, pero no hacia mí.
Yo pasé a ser la sombra que estorbaba en su nuevo amanecer.
Él, el hombre que llegó después, tenía manos que pesaban, miradas que dolían.
Y mi madre, la tierra, lo dejaba arar a su antojo.
Yo me convertí en hierba silvestre, creciendo en los márgenes, sobreviviendo a escondidas.

Mientras tanto, el aire seguía lejos.
Mi padre enviaba postales con palabras vacías, promesas de visitas que nunca cumplía.
Yo soñaba con su voz, pero cuando despertaba, solo oía el eco del viento golpeando la ventana.

A veces pensaba que si corría lo suficientemente rápido, podría alcanzarlo.
Pero la tierra siempre me retenía, con sus mandatos, sus castigos y sus culpas.
Yo era la hija del desequilibrio: mitad raíz, mitad vuelo.
Demasiado liviana para quedarme, demasiado pesada para volar.

Así empezó mi historia.
En un jardín donde nada crecía recto, donde las flores hablaban en susurros y los ecos eran más fieles que las personas.