El juego del corazón: entre goles y letras.

Felicidad momentánea.

Una tarde, cuando tenía 10 años, estaba en el porche de mi casa con mi cuaderno en mano, esperando noticias de Noemí. Sabía que había sido su primer día en la academia de fútbol, y no podía esperar para escuchar cómo le había ido. De repente, vi su figura aproximarse rápidamente, y su sonrisa radiante me hizo sentir su emoción incluso antes de que hablara.

—¡Otniel, adivina qué! —exclamó Noemí, casi sin aliento de la emoción—. Hoy fue mi primer día en la academia de fútbol. ¡Fue increíble!

Me senté más derecho, preparado para absorber cada palabra que dijera.

—Cuéntamelo todo, Noemí. No quiero perderme nada.

Ella se sentó a mi lado y comenzó a relatar su día.

—Bueno, primero, cuando llegamos, todos estaban un poco nerviosos. Pero ahí estaba Sara también, y eso me hizo sentir mejor. Ella y yo fuimos juntas a la recepción y nos dieron nuestros uniformes. ¡Son geniales! Luego nos llevaron al campo y conocimos a nuestros entrenadores.

Pude ver la emoción en sus ojos mientras hablaba, y me la imaginé perfectamente en ese escenario.

—Empezamos con ejercicios de calentamiento y luego hicieron una evaluación de nuestras habilidades. Fue un poco intimidante al principio, pero después de un rato, me sentí como en casa. ¡Incluso metí un gol en el primer entrenamiento!

Noemí reía y yo me uní a su alegría.

—Eso es increíble, Noemí. Sabía que lo harías genial, es que ya eres una experta.

—Sí, pero no todo fue fácil —continuó—. Hubo algunos momentos en los que me sentí fuera de lugar. Algunas chicas ya se conocían y jugaban juntas desde hace tiempo, así que fue un poco difícil integrarme al principio. Pero Sara estuvo a mi lado todo el tiempo, y eso me ayudó mucho.

Me sentí aliviado de saber que tenía a Sara allí para apoyarla.

—Sabes, Otniel, hubo un momento en el que pensé en lo que dijiste. Cuando algunos chicos comentaron que el fútbol no es para niñas, sentí que las palabras de aliento que me diste me dieron fuerzas para seguir adelante.

Sonreí, orgulloso de mi amiga.

—Te lo dije, Noemí. No dejes que esos comentarios te afecten. Tú perteneces a ese campo tanto como cualquiera. Si dicen que el fútbol es cosa de niños, pues que vayan ellos a jugar con muñecas, porque son incapaces de hacer el intento para lograr lo que quieren y seguramente eso es lo único que saben hacer.

Ella rio ante mi comentario, y luego me miró con gratitud.

—Eres el mejor amigo. Mi hermano hasta se ríe de mí.

—Tu hermano te quiere, solo que tiene miedo de que su hermana juegue fútbol mejor que él —dije con una sonrisa, tratando de aliviar cualquier duda que pudiera tener sobre su familia.

Nos quedamos un momento en silencio, disfrutando de la cálida tarde y la compañía mutua. Sabía que este era solo el comienzo de su viaje y que habría muchos más desafíos por delante, pero también sabía que Noemí estaba destinada a lograr grandes cosas. Su pasión y determinación eran contagiosas.

—Oye, Noemí —dije después de un rato—, ¿qué te parece si escribo un cuento sobre nuestra amistad y tus aventuras en el fútbol? Podría ser mi primer gran proyecto.

Sus ojos brillaron con entusiasmo.

—¡Me encantaría eso, Otniel! Sería un honor. Y quién sabe, tal vez un día ese cuento se convierta en un libro que inspire a otros a seguir sus sueños.

Sonreí, sabiendo que esta era solo una pequeña parte de una historia mucho más grande que estábamos comenzando a escribir juntos.

Después de reírnos y conversar sobre el primer día de Noemí en la academia de fútbol, entramos a la casa para unirnos a nuestras madres, que estaban en la cocina preparando la merienda. Mi mamá, Evelyn, y mi hermana mayor, Rebeca, habían preparado una deliciosa bandeja de galletas recién horneadas y jugo de frutas frescas. Anaís, la mamá de Noemí, también estaba allí, ayudando a colocar todo en la mesa.

—¡Aquí están nuestros jóvenes campeones! —exclamó Rebeca, sonriendo al vernos entrar.

—¡Hola, chicos! ¿Cómo estuvo el primer día en la academia? —preguntó mi madre, mientras nos servía un vaso de jugo a cada uno.

—Le fue de maravilla —respondí, mientras mi amiga asentía con entusiasmo—. Noemí metió un gol en su primer entrenamiento.

—¡Eso es fantástico, Noemí! —dijo Anaís, abrazando a su hija con orgullo—. Sabía que lo harías genial.

—Gracias, mamá. Fue un día increíble. Y Sara estuvo conmigo todo el tiempo, lo cual lo hizo aún mejor.

Nos sentamos todos alrededor de la mesa, disfrutando de la merienda. El ambiente estaba lleno de risas y conversaciones animadas.

—Recuerdo cuando ustedes dos apenas podían patear una pelota sin caerse —dijo mi mamá riendo—. Ahora mírense, ya están conquistando el mundo.

—Y tú, Otniel, ¿cómo van tus escritos? —preguntó Rebeca, siempre interesada en mis historias.

—Van bien, hermana. Estoy pensando en escribir una historia sobre el fútbol.

—Eso suena maravilloso —dijo Anaís—. Estoy segura de que será una historia inspiradora.

—Y lo será —añadió mamá —. Tienen un vínculo especial, y estoy segura de que ambos lograrán grandes cosas.

Nos miramos todos con cariño, sintiendo el apoyo y el amor que nos rodeaban. La merienda se prolongó con historias del pasado, risas y planes para el futuro. Sabíamos que, sin importar los desafíos que enfrentáramos, siempre tendríamos a nuestras familias y amigos para apoyarnos.

Y así, en esa tarde soleada, entre galletas y risas, sentimos que cualquier sueño era posible.

Aunque aquellos días estaban llenos de risas y alegría, cuando llegamos a la adolescencia ya empezaba a entender que la felicidad no era algo que pudiera durar siempre sin interrupciones.

A medida que crecía, me daba cuenta de que para apreciar plenamente esos momentos felices, también debíamos enfrentar tiempos más oscuros. Eran esos momentos grises los que intentaban opacar nuestros sueños, poniéndonos a prueba de maneras que nunca esperábamos. Especialmente cuando somos niños, no comprendemos la magnitud de las cosas, las dificultades y los desafíos que vendrían.




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