El amor es un sentimiento tan hermoso y a la vez tan complejo, y siempre me había intrigado. Observando a mi alrededor, veía cómo el amor podía llenar a las personas de felicidad, pero también de dolor. Mi hermana Rebeca era un claro ejemplo de esto. A pesar de su fortaleza y éxito como doctora ginecóloga, había momentos en los que la encontraba llorando en su habitación, destrozada por un corazón roto.
Nunca sabia quién era el responsable de su dolor en esos momentos, pero ver a mi alocada hermanita sufrir me hacía cuestionar la naturaleza del amor. ¿Cómo podía algo tan bonito ser capaz de hacer sufrir tanto a una persona? No podía entenderlo y, en mi juventud, me prometí a mí mismo que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, nunca sería la causa de su sufrimiento.
Una noche, después de uno de esos episodios en los que encontré a Rebeca llorando, me senté en mi habitación, luego de darle algunas palabras de ánimo, reflexionando sobre todo esto. El amor parecía tener dos caras: una llena de luz y alegría, y otra oscura y devastadora. Me preguntaba cuál de esas caras vería yo cuando llegara mi turno.
Esa misma noche, mientras mis pensamientos seguían vagando, escuché un leve golpe en mi puerta. Era Rebeca.
—Otniel, ¿puedo entrar? —preguntó con voz suave.
—Claro, pasa.
Ella entró y se sentó a mi lado en la cama. Sus ojos estaban rojos e hinchados, pero aun así, trataba de mantener una sonrisa. ¿Cómo podían romper su corazón si ella era tan dulce?
—Solo quería agradecerte por estar siempre ahí para mí —dijo, tomando mi mano—. Sé que a veces es difícil entender el amor, pero no dejes que mis lágrimas te hagan pensar que siempre es así. También hay momentos hermosos que valen la pena.
—Lo sé, Rebeca —respondí, apretando su mano—. Pero odio verte sufrir. No entiendo cómo alguien puede hacerte daño si dice amarte. Dime quién es, juro que vengaré tu dolor.
—Es complicado, Otniel. A veces, las personas te lastiman sin quererlo. Lo importante es aprender y seguir adelante. Y estoy segura de que cuando encuentres el amor, serás capaz de cuidar y proteger a esa persona, porque tienes un gran corazón.
Nos abrazamos y, en ese momento, decidí que, aunque el amor fuera complicado, valía la pena intentarlo. Prometí a mí mismo que, cuando llegara a amar a alguien, haría todo lo posible por ser un buen compañero, alguien en quien esa persona pudiera confiar y encontrar apoyo. Realmente odiaba esta parte, que alguien llore de este modo como lo hace ella.
Después de que Rebeca se fue a su habitación, me quedé reflexionando sobre nuestras conversaciones. Tenía 15 años y, aunque ya no era un niño, el concepto del amor seguía siendo un misterio complicado para mí. Observaba a mi alrededor, buscando ejemplos y respuestas en las relaciones que conocía más de cerca una vez más para poder entender, así fuera un poco más.
Mis pensamientos se dirigieron a mis padres, Evelyn y Omar. Nunca había visto a mi madre llorar por algo que mi padre hubiera hecho. Al contrario, siempre notaba cómo Omar trataba a Evelyn con una ternura y cariño constantes. Eran como un equipo perfecto, complementándose en cada paso del camino. Mi padre siempre tenía una palabra amable, un gesto de afecto, y mi madre respondía con una sonrisa que iluminaba la casa.
Me pregunté si todos los amores eran así, tan armoniosos y llenos de respeto. Si mis padres podían mantener una relación basada en el amor verdadero y el respeto mutuo, ¿por qué no podía ser así para todos?
Me quedé mirando el techo de mi habitación, tratando de entender qué significaba el amor para aquellos que hacían sufrir a otros. Si el amor era tan bonito, ¿cómo podía llevar a alguien a causar dolor a la persona que decía amar? Era una contradicción que no lograba resolver.
Mientras reflexionaba sobre esto, recordé una tarde en la que vi a mi padre llegar a casa con un ramo de flores. Sin motivo aparente, solo para hacer sonreír a mi madre. Era un gesto simple, pero cargado de significado. Era en esos pequeños actos donde se mostraba el verdadero amor, en los detalles, en la consideración y el respeto.
Me prometí a mí mismo que, cuando llegara mi turno de amar a alguien, seguiría el ejemplo de mi padre. Sería cuidadoso, amable y siempre buscaría hacer feliz a mi pareja. No quería ser la causa de lágrimas, sino de sonrisas.
Y así, mientras la noche avanzaba y el silencio se hacía más profundo, comprendí que el amor verdadero no debería hacer daño.
Al día siguiente, cuando Noemí y yo nos vimos en el parque, después de su llamada, noté que traía algo en sus manos. Su rostro estaba iluminado por una sonrisa que reflejaba emoción y orgullo.
—¡Otniel! Tengo algo para ti —dijo, extendiendo un pequeño regalo.
Tomé el paquete y lo abrí con cuidado, revelando una hermosa flor eterna. Los detalles eran impresionantes: los pétalos delicadamente doblados, el tallo verde y firme. Parecía casi real.
—Es preciosa, Noemí. ¿La hiciste tú? —pregunté, admirando su trabajo.
—Sí, la hice con la ayuda de mi mamá ayer. Quería darte algo especial para agradecerte por ser siempre tan buen amigo —respondió, sus ojos brillando con satisfacción.
—Gracias, Noemí. Es un gesto muy bonito y lo aprecio mucho. Eres una chica muy versátil, me sorprendes —le dije, sonriendo—. No solo eres increíble en el fútbol y los videojuegos, sino que también tienes talento para las manualidades.
Noemí se ruborizó ligeramente, pero su sonrisa se hizo más grande.
—Me alegra que te guste. A veces me gusta hacer cosas con mis manos. Es relajante y divertido.
Guardé la flor con cuidado en mi mochila, sintiéndome agradecido por tener una amiga tan maravillosa y talentosa. Su gesto me mostró una vez más lo especial que era nuestra amistad.
—Vamos, Otniel —dijo Noemí, con su energía habitual—. ¿Qué te parece si jugamos un rato al fútbol antes de que oscurezca?
—¡Claro, vamos! —respondí, levantándome y siguiendo a Noemí hacia el campo.