Cazados El Juego Acaba De Comenzar

CAPITULO 1: EL BOSQUE

La lluvia azotaba el bosque con una intensidad feroz. Las gotas golpeaban las hojas como millones de dedos tamborileando sobre la naturaleza. El viento ululaba entre los árboles, arrastrando consigo un aire espeso de presagio. Insectos y pequeños animales corrían a refugiarse, espantados por unas pisadas desesperadas que agitaban el barro bajo la tormenta.

Lucas corría. Su respiración era entrecortada, y sus piernas ya no respondían con la misma fuerza. Tenía el rostro cubierto de lodo y lágrimas, la ropa hecha jirones, la piel marcada por arañazos, sangre seca y heridas frescas. El miedo lo empujaba hacia adelante, más que cualquier instinto de supervivencia. Cada paso era una súplica muda por no caer.

Un crujido repentino entre los arbustos lo hizo detenerse en seco. Su corazón golpeó contra su pecho como si fuera a romperle las costillas. Miró a su alrededor con ojos desorbitados.

—¡Sal de ahí! ¡No te tengo miedo! —gritó, aunque hasta su voz temblaba.

De entre la maleza emergió una figura. Una joven. Sucia, empapada y con el cabello pegado al rostro. Sostenía un palo afilado y lo apuntaba directo a su cuello. Su mirada era salvaje, intensa, como si llevara días sobreviviendo con las uñas.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —preguntó, con tono frío, casi sin emoción.

Lucas alzó las manos, intentando calmarla, pero no llegó a responder. Otro sonido interrumpió la tensión, esta vez sobre sus cabezas. Emilia —porque así se llamaba la joven, aunque Lucas aún no lo sabía— giró hacia el árbol más cercano. Abrió los brazos, tratando de parecer más grande ante lo que sea que se ocultaba.

—No te muevas —ordenó en un susurro tenso—. Si haces ruido, nos va a ver. Y si nos ve… va a matarnos.

Lucas se quedó inmóvil, pero su cuerpo temblaba incontrolablemente. Su respiración se aceleraba otra vez.

Entonces, algo saltó desde las ramas. Ambos gritaron.

Pero no era un monstruo. Era un mono. Un animal pequeño pero astuto, que aterrizó con agilidad sobre Emilia, le arrancó la mochila de un tirón y trepó velozmente de regreso al follaje.

—¡No! ¡Maldito ladrón! —exclamó Emilia, lanzando una piedra inútil tras el animal.

La frustración la dobló sobre sus rodillas. Cerró los ojos con rabia contenida.

Lucas, aún jadeando, se acercó con cautela.

—Si te sirve de consuelo… aún no te he dicho quién soy.

Emilia lo fulminó con la mirada, pero su respiración aún agitada la traicionaba. Se levantó sacudiéndose las manos con un gesto brusco.

—Haz lo que quieras —dijo—. Pero si me sigues, que sepas que atraerás más problemas de los que ya tengo.

Lucas no respondió. Simplemente comenzó a caminar tras ella. Emilia bufó, pero no se detuvo.

Caminaron durante minutos en silencio, entre árboles deformes y raíces traicioneras. Finalmente, cuando sus cuerpos ya no daban más, se sentaron bajo un árbol grueso. La lluvia seguía golpeando sin tregua.

Se miraron. No con desconfianza, sino como dos almas rotas intentando reconocerse.

—Podríamos empezar por presentarnos —sugirió Lucas—. Si vamos a sobrevivir, mejor no ser extraños.

Emilia dudó. Tragó saliva. Luego asintió con un suspiro resignado.

—Emilia.

—Lucas —respondió él, con una leve sonrisa. Era la primera desde hacía días.

Por un instante, compartieron una paz frágil, casi irreal. Pero fue efímera.

Un rugido metálico rompió la sinfonía de la tormenta. El sonido de un motor.

Emilia se levantó de un salto y trepó ágilmente a un árbol para tener mejor visión. En la distancia, luces atravesaban la maleza como cuchillos. La expresión en su rostro se tornó sombría.

—¡Cazadores! —murmuró. Y luego gritó—: ¡Corre!

Lucas apenas tuvo tiempo de reaccionar. Se puso de pie y echó a correr, pero su bota pisó mal. Un chasquido brutal lo detuvo.

Un grito desgarrador se elevó por encima de la lluvia.

Emilia se giró con el corazón encogido.

Lucas estaba en el suelo, atrapado. Una trampa para osos le había cerrado sus fauces de hierro oxidado sobre la pierna. La sangre brotaba a borbotones, mezclándose con el barro. Su grito se convirtió en sollozos, en súplicas rotas.

El vehículo se detuvo. Una puerta se abrió con lentitud. Un hombre con ropa de cazador bajó del auto, apuntando una linterna al cuerpo de Lucas. Su rostro no mostraba empatía, ni dudas. Solo rutina.

Emilia se pegó al tronco del árbol, inmóvil. Su aliento era un eco contenido.

El cazador se acercó. Con calma. Con método. Miró al joven como quien evalúa una pieza defectuosa.

Lucas lloraba. Extendió una mano ensangrentada.

—Por favor… no me mates… por favor…

El cazador levantó su arma.

El disparo retumbó como un trueno más en la tormenta.

El cuerpo de Lucas cayó inerte, su expresión congelada en una mezcla de miedo y resignación.

Emilia cerró los ojos. Las lágrimas se mezclaban con la lluvia sobre su rostro. No gritó. No se movió. Solo sintió el nudo en la garganta crecer hasta casi asfixiarla.

El cazador volvió al vehículo y desapareció por el mismo sendero por el que había llegado, sin mirar atrás.

Emilia bajó del árbol temblando. Se acercó al cuerpo con pasos torpes. Se arrodilló junto a Lucas y, con manos temblorosas, arrancó una pequeña flor silvestre del suelo.

La colocó sobre su pecho, con delicadeza.

—Lo siento —susurró—. Perdóname por no poder salvarte.

Se quedó allí unos segundos, observando el rostro de aquel chico que apenas conocía… pero que ya no olvidaría jamás.

Luego se levantó, caminó hacia la espesura y se perdió en la noche, como una sombra más del bosque.

Detrás de ella, el cuerpo de Lucas se fundía lentamente con la tierra húmeda. Como si siempre hubiese pertenecido a ella.




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