El Juicio de la Pluma Blanca.

Capítulo 1: Las Alas Rojas del Silencio.

Capítulo 1: Las Alas Rojas del Silencio

Las estrellas no caen, pero tampoco brillan. Permanecen inmóviles en el firmamento, suspendidas como heridas abiertas en un cielo que ya no respira.

En las ruinas del Templo de las Estrellas Quebradas, donde las plegarias dejaron de tener eco, moraba una figura solitaria, una sombra con alas. No era humana ni enteramente divina. Su nombre había sido Irae, aunque el mundo ya lo había olvidado. Sus alas alguna vez fueron de oro líquido; ahora eran de plumas negras teñidas con carmesí en los bordes, como si hubieran sido sumergidas en vino y dejadas a secar bajo el juicio del sol.

Vivía en silencio. No porque no pudiera hablar, sino porque su castigo había sellado su voz. Un antifaz de hierro celestial cubría sus ojos, fracturado en líneas geométricas como una cicatriz celestial. Nadie sabía si aún veía a través de él. Nadie se atrevía a preguntar.

Sólo ella y la paloma.

Un ave blanca como el hueso, más vieja que el mundo, descansaba en sus manos con una calma casi ritual. Sus ojos no eran rojos ni negros: eran dorados, el color del juicio absoluto. La criatura no comía, no volaba, no envejecía. Estaba allí desde el día en que Irae fue arrojada del cielo, como un recordatorio silencioso de lo que alguna vez fue y lo que aún no debía ser.

La leyenda decía que quien liberara a la paloma del Templo sellado, traería de vuelta el Juicio Final, el fin de los días en manos de ángeles sin piedad. Pero también corría un susurro aún más peligroso: que aquel que la liberara, podría también rehacer el mundo.

Por eso Irae esperaba. No por esperanza. No por redención. Solo porque el tiempo ya no le pertenecía, y lo único que le quedaba era custodiar.

Una noche sin viento, sin luna, sin tiempo, el sonido de pasos sobre mármol quebrado rompió el silencio.

Irae no se movió.

Los pasos eran torpes, desiguales. Alguien subía las escaleras milenarias del templo, alguien cuya respiración sonaba a fiebre, a desesperación. Entonces, la figura apareció ante ella: un joven cubierto de polvo y sangre seca, con la piel marcada por grietas que parecían mapas celestes. Cael, era su nombre, aunque aún no lo sabía. Sus ojos estaban vacíos, como si todo lo que lo hacía humano hubiese sido drenado por la voluntad de un dios olvidado.

Él no la miró directamente. Nadie podía hacerlo y seguir siendo el mismo.

Pero la paloma, por primera vez en siglos, abrió un ojo dorado. Y Cael cayó de rodillas.

—…Tú… —susurró él, aunque Irae no entendió si hablaba con ella, con la paloma o con algo más allá del velo de lo visible—. Los sueños me trajeron… y el dolor…

Irae inclinó la cabeza. Se acercó. Sus manos, pálidas y firmes, extendieron la paloma hacia él. Pero no se la ofreció. Solo la mostró.

El joven extendió la mano… y la paloma no huyó.

El aire cambió. Una vibración antigua recorrió los muros del templo, y las estrellas parpadearon por primera vez en siglos. Los ojos de Irae se llenaron de algo que no era lágrima, pero dolía igual. La paloma lo había elegido. Y eso solo podía significar una cosa:

El juicio, sellado por milenios, había encontrado un nuevo heraldo.

Esa noche, mientras Cael dormía en la piedra fría, Irae recordó.

Recordó su juicio. Recordó cómo los Serafines la arrojaron del cielo. Recordó el rostro del niño humano que había intentado salvar, moribundo en un campo de batalla sin sentido. Su luz había tocado al mortal, alterando su destino. Fue por él que cayó.

Fue por amor… o por insubordinación.

El antifaz vibró con dolor, y una gota de sangre se deslizó por debajo de él. No debía recordar. No debía sentir. Pero Cael… era ese niño. Lo sabía ahora. Y estaba muriendo otra vez.

—No permitiré que mueras —pensó, aunque no podía hablar. Ni siquiera con su propia alma.

La paloma se agitó.

Esa madrugada, Irae descendió a la cámara inferior del templo, donde las alas de piedra negra guardaban el Libro del Equilibrio, un tomo sellado con sangre y cenizas. Se decía que sólo un custodio podía abrirlo.

Ella lo hizo.

Las páginas susurraron palabras en un idioma que ni siquiera los dioses se atrevieron a preservar. El juicio podía ser reescrito. Pero solo si el elegido —Cael— aceptaba llevarlo sobre sus hombros. Y eso significaba una cosa:

Morir como humano. Renacer como juicio.

Cuando Irae volvió a la sala principal, Cael la esperaba. No dormía. Sus ojos ahora brillaban con el mismo dorado que la paloma.

—Recuerdo… todo —dijo él. Y su voz era calma, pero llena de dolor—. Tú me salvaste. Y ahora yo… debo ser quien destruya o quien perdone.

Irae asintió.

Y, por primera vez en siglos, abrió los labios.

Su voz era un susurro desgarrado, seco como el desierto, tembloroso como un alma rota.

—Te perdonaría… si eso pudiera salvarte.

Cael cerró los ojos.

Y la paloma, en silencio, desplegó sus alas.

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