Capítulo 2: El Primer Sello — La Sangre del Inocente
El amanecer nunca llegó.
El cielo se mantuvo suspendido en un gris eterno, como si el mundo dudara si debía avanzar. La luz, tímida y artificial, se filtraba entre los vitrales rotos del Templo. La paloma ya no descansaba; volaba en círculos lentos por encima de Cael e Irae, dejando caer plumas blancas que al tocar el suelo se volvían ceniza.
—¿Cuánto tiempo me queda como humano? —preguntó Cael, sin apartar la mirada del vacío.
Irae, de pie junto a él, no respondió. Su antifaz ocultaba emociones que ni el más sabio de los oráculos sabría leer.
Cael no esperaba respuesta. Ya sabía que su pregunta era inútil. Desde el momento en que tocó a la paloma, el tiempo dejó de ser suyo. El cuerpo que habitaba era solo un recipiente en tránsito.
En lo profundo del Templo, el Libro del Equilibrio brillaba con una luz oscura. Sus páginas comenzaban a cambiar, marcadas por un símbolo nuevo: un círculo rojo con una línea cruzando verticalmente. El Primer Sello se había abierto.
Su nombre era Sangre del Inocente.
Y su condición era cruel: el portador del juicio debía ofrecer la sangre de alguien que jamás hubiera pronunciado una mentira, alguien que no conociera la traición. Solo entonces el juicio comenzaría a tomar forma real en el mundo.
Cael cayó de rodillas cuando comprendió.
—¿Debo... matar a alguien puro? —su voz era un hilo tembloroso.
Irae lo miró por largo tiempo. Luego, dio un paso atrás. No como castigo, sino como aceptación.
La elección ya no era suya. Cael era el heraldo.
El Templo le mostró el camino.
Una escalera descendía a una galería de piedra olvidada, donde las palabras antiguas habían sido cinceladas en círculos concéntricos sobre el suelo. Allí, entre raíces dormidas y neblina espectral, una niña dormía en una cama de cristal. Su cabello era blanco como la paloma. Su pecho subía y bajaba lentamente, como si durmiera desde el inicio de los tiempos.
Su nombre era Eiryn. Su alma había sido preservada por los custodios, en caso de que el juicio necesitara cumplirse.
Cael no podía moverse.
Eiryn no despertó. Estaba sellada en un sueño eterno, protegida de la corrupción del mundo. En su mano, cerrada como una flor, sostenía una pluma dorada. La pluma del veredicto.
El libro lo había dicho: "Si se derrama la sangre del inocente, la pluma decidirá si fue justo o no. Y si no lo fue, el heraldo arderá junto a su alma."
Irae lo observaba desde la entrada de la cámara. No interferiría. No podía.
Cael se acercó. Su corazón golpeaba contra su pecho como un tambor de guerra. La niña no hablaba. No se defendía. Solo respiraba.
—No quiero hacerlo… —dijo.
Pero la paloma bajó. Se posó sobre el cristal. Y por primera vez, habló.
No con voz. Sino con recuerdo.
Cael vio el pasado: Eiryn, corriendo entre campos, hablando con seres que nadie más podía ver. Una niña que sanaba con su risa. Que detenía discusiones con una sola palabra. Que había vivido entre los puros para que su alma pudiera, llegado el día, redimir al mundo o ser su piedra fundacional.
Eiryn era inocente. Pero no ignorante.
“Si el mundo ha de renacer,” susurró su voz en la mente de Cael, “alguien debe caer primero. Que sea yo.”
Cael gritó. Lloró. Su rostro se desfiguró por el dolor.
Y cuando la daga tocó la piel de Eiryn, no hubo resistencia. Solo paz.
Un hilo de sangre fluyó, como si la pureza no opusiera barreras.
La pluma cayó de su mano.
Se partió en dos.
Irae sintió que algo se quebraba en su pecho, aunque no tenía corazón. El antifaz vibró, y un ala se deshizo, cayendo al suelo como piedra.
La sangre de Eiryn desapareció en el aire, absorbida por el Templo.
Y el Primer Sello fue abierto por completo.
En el cielo, las estrellas comenzaron a girar. Una constelación nueva apareció: una serpiente mordiendo su propia cola, rodeada de alas abiertas y una lágrima en el centro.
Cael había sido marcado.
Ya no era completamente humano.
Eiryn desapareció sin dejar rastro. Su cuerpo fue absorbido por la cámara como si se deshiciera en luz. Pero en el pecho de Cael quedó la cicatriz de su sacrificio: una espina dorada, incrustada justo encima de su corazón. Un símbolo de lo que tuvo que destruir para comenzar a juzgar.
—¿Cuántos más? —preguntó, con la voz quebrada.
Irae no respondió. Solo extendió una mano hacia él, temblorosa, como si quisiera ofrecer consuelo… o despedida.
Cael no la tomó.
Solo caminó.
Ascendió nuevamente las escaleras del templo, pero sus pasos eran distintos ahora. Cada uno resonaba como si llevara una campana de muerte atada a los tobillos.
El Juicio había comenzado.
Y no había marcha atrás.