El laberinto del Minotauro

Epílogo

El tiempo siguió su curso, como un río que se aleja de sus orígenes. El laberinto quedó atrás, deshecho por las decisiones que rompieron con siglos de condena. La historia de Alexandra y del Minotauro se deslizó fuera de los márgenes del mito y encontró su lugar en el corazón de lo imposible.

Poseidón, señor de los mares y forjador de tempestades, observó en silencio lo ocurrido. Él, quien en otro tiempo había engendrado el destino del Minotauro, no pudo evitar conmoverse ante la insólita fuerza de lo que floreció entre los escombros: el sacrificio de ambos lo movió a misericordia.

Por eso, en un gesto poco frecuente entre dioses, ascendió una vez más desde las profundidades del océano, no para traer castigo ni advertencias, sino una ofrenda.

Al Minotauro le concedió lo impensado: una segunda oportunidad. La posibilidad de dejar atrás el encierro y el estigma; de dejar de ser una criatura maldita y convertirse en lo que alguna vez soñó ser, antes del sufrimiento.

Él la aceptó. No por debilidad, sino por la fuerza que había descubierto en el amor inesperado de una mortal.

Y ella, que no temía a su sombra, decidió caminar a su lado.

Desde entonces, algunos viajeros afirman haberlos visto caminando juntos en las costas más antiguas del Egeo. Ella, con su fuego intacto; él, con el paso calmo de quien ya no huye de sí mismo. Dicen que conversan con el mar, y que, cuando cae la noche, sus siluetas se funden con la bruma como un susurro que el mundo apenas recuerda.

Otros no creen en esas visiones.

Pero hay algo que permanece. Algo que no se desvanece con el paso de los siglos.

El laberinto sigue ahí. Invisible. Y en su centro, aún late el corazón de una historia que ni los dioses pudieron silenciar.




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