n
o era del pueblo. Llegó años atrás de la mano de su tío Manuel, siendo apenas un rapaz.. Había perdido a sus padres. Unas fiebres se los llevaron a ambos, uno detrás de otro. En un mes se vio huérfano y desvalido, al amparo y caridad de algunas de sus vecinas, hasta que llegó Manuel, su única familia, y se hizo cargo del muchacho.
Gerardo era extraño. Huraño y violento, creció sin que los esfuerzos de sus tíos templaran y asentaran su carácter. Siempre estaba enredado en líos y peleas con los otros chicos del pueblo. Cuando fue mozo, no quiso pastorear; prefirió quedarse en casa con su tía mientras su tío partía con las ovejas buscando los pastos. De tal manera que, cuando Manuel no estaba, el señor de la casa era él. Su tía, mujer sumisa, lo dejaba hacer por no discutir, pero sufría en silencio su mal carácter y brusquedad, sin contárselo a su marido por temor a que los dos hombres se enfrentaran. Por su talante vengativo y mezquino pronto se vio sin amigos y eso lo convirtió en un hombre solitario y hosco. Lo que deseaba lo cogía, por eso había tenido serios encontronazos con algunos de los vecinos al traspasar las lindes de sus prados y sembrados.
Lo que se lleva dentro se refleja fuera. De Gerardo podría haberse dicho que era un mozo guapo si no hubiera sido porque la crispación constante de su rostro le otorgaba un talante muy desagradable. El ceño siempre contraído que unía sus cejas espesas en una uve, los ojos pequeños, huidizos y de mirada esquiva, y la boca torcida en una mueca entre burlona y cruel le conferían un aspecto nada atrayente que inspiraba aversión.
Cuando decidió casarse, sus tíos lo vivieron como una liberación. Buscó mujer entre las mozas del pueblo y alrededores, pero fue rechazado una y otra vez. Ninguna quiso compartir vida con un hombre a quien su mala fama lo precedía. Después de mucho buscar, encontró novia en una de las aldeas más alejadas; una buena chica, algo mayor que él, de carácter tímido y apocado. Una fea cicatriz, secuela de una quemadura que sufrió de niña, retraía la piel de la mitad de su rostro y tiraba de la comisura de su boca hacia arriba componiendo una grotesca mueca. Por esa razón, estaba quedándose para vestir santos. Su fealdad no le importó a Gerardo. Con que le pariera hijos y trabajara bien a él le bastaba y le valía.
Se construyó una casa a la entrada del pueblo; allí se aposentó y empezó su vida independiente. Pronto vinieron los hijos: primero, María; después, Raquel y, por último, el pequeño Pepín, un niño rollizo y hermoso.
A Gerardo le gustaba cazar, pero no por lo que de noble puede tener esa práctica, sino por el placer de matar. El hecho de quitar la vida lo hacía sentirse superior y siempre se envalentonaba porque sus presas eran las más grandes, hasta que ocurrió el percance del lobo.
Ese invierno fue especialmente duro. Las nevadas comenzaron en octubre y se sucedieron unas a otras sin intervalos. En el monte no había nada que comer, todo lo cubría la nieve, y fue entonces cuando aparecieron los lobos. Primero fue una de las ovejas de Sixto; después, dos cabras de Lucita, y así hasta que prácticamente todos los habitantes de los pueblos de la zona habían perdido algún animal. Se organizaron batidas, aunque sin resultados. Las nevadas constantes ocultaban las huellas y, a pesar de los esfuerzos de todos, no pudieron dar con las loberas. Se pusieron trampas, se azuzó a los perros, pero los intentos de acabar con los ataques fueron inútiles. No había día que no llegaran noticias de algún que otro animal muerto.
Gerardo perdió tres de sus cabras, por lo que la matanza del lobo lo obsesionó. Llegó incluso a salir solo, rastreando huellas. Cuando regresaba a casa sin resultados, llegaba cargado de odio y jurando que no pararía hasta que colgara la piel de un lobo en la pared de su casa.
Pasó el invierno, comenzó el deshielo y, con él, cesaron los ataques. Bajo la nieve que se derretía emergía la hierba verde y fresca. La naturaleza comenzaba a resurgir y a renacer. La primavera se anunciaba espléndida: los árboles retoñaban de hojas, los arroyos y manantiales bajaban de las cumbres, haciendo sonar sus canciones de agua, y las primeras aves comenzaban a retornar y a preparar sus nidos. Los animales que durmieron el invierno despertaban con la tibieza de los rayos de sol… La vida lanzaba su grito.
Todos olvidaron los ataques de los lobos. Todos menos Gerardo. No había semana que no se echara al monte con la única obsesión de abatir alguno. Solía salir solo, pero esa tarde de junio, cuando se adentraba por el lindero que atravesaba el bosque de hayas, se le unió Joaquín, el hijo del esquilador, un muchachote fuerte y robusto con fama de no errar nunca un tiro. De hecho, en las batidas de ciervos y jabalíes, era el que mejores piezas lograba.
Atravesaron el hayedo y comenzaron a subir por el monte. Joaquín hablaba animado:
—Cazar no es matar por matar. De hecho, yo nunca abato más de una pieza. Perseguir y cercar a una presa exige el esfuerzo del cuerpo y también de la cabeza; te hace pensar. Es una batalla entre la inteligencia del hombre y el instinto y la sagacidad del animal perseguido. Dice mi padre que la caza fue el primer oficio de los hombres y que por eso debe merecernos un gran respeto, el mismo que le debemos a la pieza que perseguimos. Ella solo defiende su vida.
Gerardo caminaba a su lado y siempre atento al suelo sin prestar atención a las consideraciones de Joaquín. Ascendían ahora por un terreno escarpado y enredado cuando Gerardo se paró en seco.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Rastros de lobo!
Así era. Se dibujaban con claridad a pesar de lo abrupto del terreno.
Continuaron subiendo guiados por sus marcas, orín y excrementos en las piedras, hasta que se adentraron en una zona donde oquedades horadadas en las paredes rocosas daban lugar a grutas más o menos profundas. Gerardo caminaba atento a las señales, con la mandíbula contraída y la respiración agitada. Ponía sumo cuidado en dónde posaba los pies para amortiguar lo más posible cualquier sonido que pudiera alertar de su presencia. El viento se confabuló a su favor. Soplaba en dirección contraria, por lo que tampoco podría olfatearlos. Acariciaba su escopeta cada vez que presumía que podría encontrarse con el lobo.