Amara, aún procesando la surrealista escena que acababa de vivir, se dejó guiar por Sor Emilia a través del oscuro bosque. La monja, a pesar de su edad, caminaba con paso firme y decidido, como si conociera el camino a la perfección, incluso en la oscuridad. La sartén de hierro, ahora colgada de su cinturón junto al rosario, se balanceaba con cada paso, un recordatorio constante de su peculiar personalidad.
—¿A dónde vamos? —preguntó Amara, finalmente, rompiendo el silencio.
—A la capilla, por supuesto —respondió Sor Emilia, sin detenerse—. A un lugar seguro, donde podamos hablar tranquilamente. Y donde pueda prepararte una taza de té. Necesitas reponer fuerzas, niña. Estás más pálida que un fantasma.
—¿Capilla? —repitió Amara, confundida—. ¿Hay una capilla en medio del bosque?
—Por supuesto que sí —dijo Sor Emilia, como si fuera la cosa más obvia del mundo—. ¿Dónde si no? Este bosque es un lugar sagrado, niña. Un lugar de poder. Un lugar de… secretos.
Amara sintió un escalofrío. Las palabras de Sor Emilia, su tono, su conocimiento implícito del bosque… todo apuntaba a que no era una simple monja.
—¿Usted… usted sabe algo sobre… los hombres lobo? —preguntó Amara, con cautela.
Sor Emilia se detuvo en seco y se giró para mirarla, con una expresión indescifrable.
—¿Hombres lobo? —repitió, con una leve sonrisa—. Niña, en este bosque hay más cosas de las que puedes imaginar. Y sí, sé algo sobre los hombres lobo. He vivido aquí toda mi vida. He visto cosas… que te helarían la sangre.
—¿Y… y no tiene miedo? —preguntó Amara, sorprendida.
Sor Emilia soltó una risita.
—¿Miedo? —dijo—. Niña, el miedo es para los débiles. Yo tengo fe. Y tengo mi sartén —Acarició el mango de la sartén con cariño, como si fuera un objeto sagrado—. Con estas dos cosas, puedo enfrentarme a cualquier cosa. Incluso a un lobo rabioso. O a un alfa testarudo.
Amara no pudo evitar sonreír. La monja era, sin duda, un personaje peculiar. Pero, a pesar de su excentricidad, había algo en ella que inspiraba confianza.
Continuaron caminando en silencio durante un rato, hasta que Amara volvió a hablar.
—Sor Emilia… —dijo—. ¿Cómo sabía que yo estaba allí? ¿Y cómo sabía… sobre mi aroma?
Sor Emilia la miró de reojo, con una sonrisa enigmática.
—Digamos que… tengo mis métodos —respondió—. Y que este bosque… me habla.
Amara frunció el ceño, sin entender.
—¿Le habla? —preguntó.
—Sí, niña —dijo Sor Emilia—. El bosque tiene sus propios secretos. Y yo… he aprendido a escucharlos. He aprendido a sentirlos.
Amara se quedó pensativa. Las palabras de Sor Emilia resonaban con lo que Kalen le había dicho sobre la Esencia de Luna, sobre su conexión con el bosque. ¿Sería posible que la monja también tuviera esa… conexión?
Después de caminar durante unos veinte minutos más, llegaron a un claro. Y en el centro del claro, se alzaba una pequeña capilla de piedra, antigua y desgastada por el tiempo, pero extrañamente acogedora. Una luz tenue brillaba en su interior, y un hilo de humo salía de la chimenea, indicando que había un fuego encendido.
—Aquí estamos —dijo Sor Emilia, con satisfacción—. La Capilla de Santa Maria Stella Maris. Mi hogar. Y, por esta noche, el tuyo también.
Amara miró la capilla con asombro. Era un lugar inesperado, un oasis de paz en medio de un bosque lleno de peligros y secretos. Un lugar que, de alguna manera, parecía llamarla.
—¿Vive… aquí? —preguntó Amara, incrédula—. ¿Sola?
—Sola no, niña —respondió Sor Emilia, con una sonrisa—. Estoy con Dios. Y con mis… amigos del bosque.
Abrió la puerta de la capilla, y un aroma cálido y acogedor, a madera quemada, a incienso y a… ¿hierbas?, envolvió a Amara.
—Entra, niña —dijo Sor Emilia—. Y deja tus miedos afuera. Aquí estarás a salvo.
Amara, sintiendo que una nueva etapa de su aventura comenzaba, cruzó el umbral de la capilla, dejando atrás la oscuridad del bosque y adentrándose en un refugio inesperado, un lugar lleno de misterios por resolver y de secretos por descubrir. Y, sobre todo, un lugar donde, quizás, podría encontrar las respuestas que tanto ansiaba. Pero la pregunta seguia siendo, ¿A qué costo?.
El interior de la capilla era tan sorprendente como su ubicación. No era el típico lugar de culto frío y austero, sino un espacio acogedor y lleno de vida.
Las paredes de piedra estaban cubiertas de tapices antiguos, desgastados por el tiempo, pero aún vibrantes en sus colores. Había velas encendidas por todas partes, creando una atmósfera cálida y mística. Y en el centro, en lugar de un altar tradicional, había una gran mesa de madera, cubierta con un mantel bordado, rodeada de sillas de diferentes formas y tamaños.
—Siéntate, niña —dijo Sor Emilia, señalando una de las sillas—. Te prepararé un té.
Amara obedeció, sintiéndose un poco abrumada por el entorno. Se sentó en una silla de respaldo alto, tallada con intrincados diseños, y observó a la monja moverse por la capilla con una agilidad sorprendente.