—¿Sabías que el café frío tiene más antioxidantes?
Elías apretó el vaso hasta hacerlo crujir. El líquido tibio le escaldaba los dedos, pero no lo soltó. Una mancha oscura floreció en su bata, como metal corroído.
Kaori avanzaba. Tac-tac-tac. Cada paso en el titanio le perforaba los tímpanos. Ni un parpadeo. Bajo la luz fría, el guante azul lanzó un zzt seco. Una chispa saltó hacia el cristal KEOMITA en sus dedos. La piedra palpitó azul. Hambrienta.
—Y reduce la presión arterial —aceleró para igualar sus dos metros de sombra—. ¿Kaori?
Las paredes gimieron. Sobre ellos, ALFA sangraba en rojo.
—Ajá —gruñó ella, como un portazo mental.
Elías se enterró las uñas en las sienes. Las voces lo atravesaron:
<<¿Y si los Mugenkei rompen la jaula hoy?>>
<<¡Código estable! ¡Control total!>>
<<Farsante. Ella siempre supo que eras inestable.>>
<<¿Y tú? ¿Confiarías en alguien como tú?>>
Silencio.
El zumbido se convirtió en rugido. Como un pulmón de acero, hiperventilando.
El vacío avanzaba. Lo sentía, como una sombra que sabía su nombre.
—¡Basta! —escupió a sus fantasmas.
<<Somos el mismo. Somos Dr. Elías.>>
Las pizarras estaban tatuadas de bims. Cientos de símbolos danzantes: ⚂ anidado en ⚯, ⟐ penetrando a ∴. Tres años desenterrando un lenguaje para hablar con dioses mecánicos.
Durante la primera fase del proyecto, Kaori y Elías comprendieron que ningún lenguaje existente bastaba. Así nació KEOM: un acrónimo de sus nombres, sí, pero también el germen de una nueva forma de pensar. No era solo un código; era una doctrina.
—Sin los bims, esto sería ruido —murmuró Elías, rozando una secuencia con el dedo—. Python era un murmullo. Los códigos cuánticos, ecos sin forma. KEOM es el primer grito.
Un sistema de símbolos donde el orden, la dirección y el tiempo definían el significado. Como una danza de intenciones cifradas, cada gesto era crucial. Un simple desfase podía cambiarlo todo. Por eso, cada secuencia exigía precisión absoluta.
Kaori observó los muros. Su guante azul tembló levemente.
—Un bim desfasado un milisegundo pudre el significado.
—Como un eco fuera de fase —asintió Elías.
Las estructuras recordaban a antiguas runas, cargadas de propósito. Como si lógica y estética fueran inseparables. Como si se convirtieran en ley.
—Hoy es el día, Kaori —dijo Elías, la voz repentinamente desnuda—. Hoy dejamos de simular.
Kaori se plantó frente a la puerta blindada. Apretó su cristal hasta que el bim central (✶) brilló con luz fría.
—¿Has revisado la jaula de Faraday? ¿Las barreras magnéticas?
No eran dudas. Eran cortes precisos en el aire.
—Sí —respondió él—. Doble blindaje. Nada entra. Nada sale.
Mostró los dientes.
—Palabra de arquitecto.
En el margen de una pizarra, alguien había garabateado un bim ilegible:
Entraron en la sala de control.
Era más pequeña de lo que uno imaginaría para el laboratorio que cambiaría el mundo. Solo dos puestos de trabajo: el de Kaori y el de Elías.
El de Kaori era impecable, cada objeto en su sitio, como si el orden fuera una extensión del método científico. El de Elías, en cambio, parecía un campo de batalla de papeles arrugados y tazas olvidadas. Caótico, sí. Pero dentro de ese caos, una visión extraordinaria. De no ser por esas virtudes, Kaori no habría resistido casi cinco años de proyecto junto al caos personificado.
Cada estación contaba con una pantalla, un escritorio, varias lentes focales y múltiples núcleos translúcidos como el que Kaori aún sostenía en la mano. Ella misma había diseñado la plataforma de almacenamiento en cuarzo, donde se grababan las secuencias codificadas del lenguaje KEOM.
Elías observó cómo ella colocaba el cristal sobre la base con la mano izquierda. Algo en ese gesto lo detuvo.
El guante.
El color era distinto: un azul opaco, con una textura apenas más densa que la de los guantes estándar. Reconoció de inmediato el material: nanomateria de respuesta.
Frunció el ceño.
—¿Ese guante… es nanomateria?
Kaori no respondió de inmediato. Terminó de calibrar la interfaz, luego bajó lentamente la mano. Mientras hablaba, presionó la palma enguantada con el pulgar de la otra mano, un gesto que no encajaba con su compostura habitual.
—Es una variante experimental —dijo.
La frase era simple. El gesto no lo fue.
Elías sintió un pequeño nudo formarse en la garganta. No por el guante en sí, sino porque no lo esperaba. Porque nadie lo había mencionado. Porque no estaba en el protocolo.
<<¿Por qué HOY?>>
<<¿Por qué no me lo dijo?>>
<<No es un cambio técnico. Es personal. Es una jugada.>>
<<Ella quiere destruirme.>>
<<Borrarme del diseño, de la historia.>>
<<Quedarse con todo. El lenguaje. La autoría. El salto.>>
La tensión se le ancló en los hombros. Todo en Kaori seguía pareciendo controlado, pero ese mínimo gesto había bastado para abrir una grieta.
<<Si esto colapsa, nadie va a mirar su mano. Me van a mirar a mí.>>
Sintió cómo el pulso le golpeaba en las sienes, profundo, rítmico.
Kaori conectó la señal de activación. Su rostro permanecía neutro. La pantalla se encendió con un parpadeo blanco.
—Listo para cargar el primer script —dijo.
Elías no respondió de inmediato. No quitó la vista del guante azul, opaco, imprevisto, sin razón aparente para estar allí.
Sintió el zumbido antes de pensarlo, como una corriente atravesando su pecho.
<<¿Por qué no lo consultó contigo?>>
<<No quiere que lo sepas.>>
<<¿Y si ya hizo pruebas sin ti?>>
<<Esto va a fallar. Y tú vas a ser el responsable.>>