Renar yacía sobre el yermo suelo. El frío le calaba hasta los huesos y la oscuridad lo envolvía por completo. La llama central hacía tiempo que se había extinguido, y apenas quedaba rastro del calor que lo abrazaba. Extendió la mano hacia el cielo, separando los dedos para dejar entrever las luces que titilaban en lo alto. Le encantaba imaginar qué eran y cómo se habían formado. Le asombraba la multitud de luces que podían verse cuando la luna no estaba.
Quizá fueran las esperanzas de las personas dispersas por el mundo, pensó. Incluso, tal vez, nuestros pensamientos centelleantes en la nada. Quizá deba llamarme así: como algo que arde y se desvanece. Algo de luz. Algo de deseo. Algo que pasa, pero deja huella.
Pero ¿quién soy yo?
Yo no soy nada.
Solo tengo el vacío del afecto.
Y solo quiero ser la luz del afecto.
Mis ojos generan rechazo, pero lo único que deseo es que sientan la unión.
Quiero tener ese fuego. Esa mirada que detiene el tiempo, que une las almas, que genera un estallido de luz capaz de impedir que el vacío —ese vacío de la vida sin luz— se apodere de ti.
Eso soy yo.
Soy el que no tiene luz.
El que habita la sombra y anhela el resplandor
Soy Zeroluz.
Renar Zeroluz.
Renar sentía que el Ritual del Silencio estaba surtiendo efecto. Se estaba conociendo en su momento más íntimo. Era él mismo, sin adornos ni máscaras, y la verdad sobre su ser se materializaba en pensamientos que no podía ignorar.
Entonces lo sintió.
A pesar de la solemne ausencia de sonidos, un escalofrío recorrió su espalda. Era como si una presencia invisible se deslizara por el claro, empujándolo sin tocarlo, activando cada fibra de su cuerpo con una energía inexplicable.
Se incorporó lentamente, alerta. En la oscuridad, sus ojos distinguieron una figura que se acercaba. No caminaba con pasos evidentes, pero estaba cada vez más cerca. Se movía con una cadencia imposible, como si la distancia misma se plegara a su voluntad. Cuanto más se aproximaba, más se intensificaba aquella sensación.
Sus brazos comenzaron a hormiguear, como si una corriente sutil los recorriera. No era dolor, ni miedo. Era otra cosa: un temblor nuevo, una vibración contenida que se parecía más al asombro que al peligro.
Como un baile invisible dentro de su piel.
La figura se detuvo justo en el borde del claro. Vestía una túnica larga, de tejido ligero, que se deslizaba con suavidad a cada paso. Tan delicada que parecía que el aire no intentaba empujarla, sino acariciarla con respeto. No tenía costuras visibles, pero su superficie reflejaba la tenue luz de la noche en brillos sutiles, casi líquidos.
Los bordes, desgastados por el paso del tiempo, terminaban en finos hilos que se perdían al tocar el suelo, como si fueran raíces que la unieran a la tierra.
Y, sin embargo, sus pies no tocaban el suelo: levitaban, suspendidos a un palmo.
—No deberías estar aquí. ¿Por qué interrumpes el rito? —dijo Renar, tensando la voz. Se ajustó las gafas, ocultando el temblor de sus dedos tras un gesto habitual.
La figura lo observó en silencio durante unos segundos, como si estuviera calibrando cada palabra que iba a pronunciar. Luego, con voz profunda y calmada, respondió:
—No vengo a pedir ni a tomar. Solo camino… y, a veces, los caminos se cruzan. Quizá hoy… debían cruzarse.
Sus pies descendieron con suavidad, hasta que la tierra los recibió sin ruido alguno. Renar fijó la vista en la túnica y, sobre todo, en el bastón que el desconocido llevaba en la mano.
—Esa insignia… —murmuró, reconociendo el símbolo que tantas veces había visto en las ceremonias del arcánte de Valderia—. ¿Eres un Siliente de Drelias?
El forastero inclinó apenas la cabeza.
—Sí.
Renar se quedó en silencio. Sabía lo que debía decir, lo que cualquier dreliano pronunciaría sin vacilar, pero la frase le pesaba en la lengua. Aun así, la tradición venció a su recelo.
—Tres Voces… un Aliento —dijo finalmente, con un tono contenido, casi seco.
La respuesta del Siliente llegó como un murmullo grave que pareció resonar más allá del claro:
—El Eco permanece.
El bastón que portaba era inquietantemente perfecto: un eje vertical, oscuro, de proporciones exactas, como si no hubiera sido tallado, sino ensamblado con una precisión imposible de lograr a mano. En su extremo superior se alzaba una circunferencia de metal ennegrecido, y en su centro, grabado con minucioso detalle, resplandecía el ✶ de Drelias. Sencillo, pero cargado de un peso silencioso que hizo que Renar sintiera, a su pesar, un leve estremecimiento.
La base, en cambio, rompía esa perfección. Tenía un aspecto irregular, casi orgánico, como si el bastón hubiera brotado de la tierra y luego hubiera sido moldeado a voluntad. Un vestigio de su origen natural atrapado dentro de una geometría artificial.
El Siliente llevaba en la mano un cristal que sostenía con fuerza. Mirando directamente a Renar, se lo lanzó sin pronunciar palabra.
Renar lo atrapó y, de inmediato, sintió otra vez aquellos calambres que le serpenteaban por los brazos hasta llegar a la punta de los dedos. El cristal vibró, como si despertara en sus manos.
De pronto, una fuerza invisible lo elevó del suelo, suspendiéndolo en el aire, igual que flotaba el Siliente. Intentó mantener el equilibrio, pero le resultó imposible: era como si estuviera colgado de miles de hilos invisibles, sin un solo punto de apoyo.
Terror, fascinación y emoción se mezclaron en su pecho. La punta de los dedos que tocaban el cristal hormigueaba con intensidad.
Renar, impulsado por un miedo visceral disfrazado de intuición, lo soltó. En el mismo instante, su cuerpo cayó con brusquedad al suelo.
Renar seguía recuperando el aliento tras la caída cuando el Siliente rompió el silencio, sin apartar la mirada del cristal que ahora descansaba en en el suelo.
—El Convergente… —murmuró, como quien pronuncia una palabra antigua cuyo significado se le escapa por un instante—. ¿Eres tú… o aún no?
El Siliente lo observó un instante, se inclinó y lo recogió con cuidado, como si fuera un objeto frágil o sagrado. Sin mirarlo, lo guardó en un bolsillo oculto de su túnica.
Luego, de otro bolsillo, extrajo un segundo cristal, más pequeño, facetado como una joya. En cuanto lo sostuvo en la palma, una luz suave comenzó a brotar desde su interior, expandiéndose en un resplandor tenue que tiñó el claro de reflejos dorados y azulados.
Bajo esa luz, el Siliente alzó por fin la mirada hacia Renar. Avanzó con pasos silenciosos, cada vez más cerca, hasta quedar frente a él. Sin decir palabra, se inclinó y, con un gesto deliberado, le retiró las gafas.
La luz del cristal bañó por completo el rostro de Renar, revelando el azul absoluto de sus ojos: sin blanco, sin iris, sin pupila.
El Siliente contuvo el aliento. Sus labios se movieron, como si hablara para sí mismo más que para el joven:
—Sí… —susurró para sí mismo, sin dirigirse realmente a Renar—. La marca… pero la chispa aún duerme.
Se incorporó, sin devolverle las gafas. Sus dedos acariciaron el borde del cristal mientras lo observaba, y su voz se volvió un murmullo apenas audible:
—El Convergente… tan cerca… y tan lejos todavía.
Renar sintió que la sangre le hervía.
—¿Qué significa todo esto? —su voz se quebró, pero no retrocedió—. ¿Qué es un Convergente? ¿Por qué me miras así? ¡Necesito respuestas!
El Siliente no se movió de inmediato. El halo de luz seguía flotando en torno a su puño cerrado, tiñendo el claro de reflejos dorados y azulados. Finalmente, habló:
—¿Respuestas? —su tono no era de burla, pero tampoco de compasión—. Las respuestas pesan… y las cargas pesan más.
—¡No me importa! —insistió Renar, dando un paso hacia él—. Quiero saber.
El Siliente lo observó en silencio, como sopesando algo invisible entre ambos.
—Entonces dime… ¿qué sabes de la Fractura del Orquestador?
Renar vaciló.
—Es un mito dreliano Los arcántes lo cuentan en las ceremonias. Dicen que Elías, el Arquitecto, se dividió en tres para volver algún día y acabar con la Destructora. Las Tres Voces son las virtudes de la humanidad: la Voluntad, el Conocimiento y la Esencia.
El Siliente inclinó apenas la cabeza.
—Así es como os lo dejan en la memoria: reducido a promesa para sostener la fe. Pero la historia completa no es un rezo… es un pacto antiguo.
Su voz se volvió grave, como si desenterrara algo que no debía pronunciarse a la ligera:
—Hubo un tiempo en que el Pecado cubría todo lo que veis. Nada era seguro, y la voz de la Destructora rugía por encima de todas.
Kaori, a quien los antiguos temían como la Destructora, caminaba sobre la Obra de Elías y la quebraba con su sola voluntad.
No era mortal. Era un poder hecho carne, y su voz tenía la fuerza de rehacer la creación entera para devolverla al Pecado.
Elías, el Arquitecto, la enfrentó, y vio en ella algo que ningún humano debía poseer: el poder del Convergente, la unión perfecta entre lo humano y lo divino.
En su mirada ardía el dominio absoluto; en su aliento, la condena de todo lo que había sido construido.
Comprendió que derrotarla no bastaría.
Si él seguía siendo solo hombre, otra divinidad podría alzarse algún día y arrasar de nuevo el mundo.
Debía encontrar la forma de volver… no como un mortal, sino como un dios.
Así ideó el Camino: se fragmentó en tres cristales sagrados —la Voluntad que no se rinde, el Conocimiento que no olvida y la Esencia que da vida—, y los selló donde ni dioses ni hombres pudieran hallarlos.
Con ese sacrificio, forjó la prisión eterna donde encerró a la Destructora, sellando su voz para siempre.
Se hizo una pausa. La voz del Siliente se volvió casi un susurro:
—Pero dejó la promesa:
“Cuando mis Tres Voces vuelvan a unirse en el Cuerpo Convergente, yo regresaré como más que hombre, y pondré fin a la diosa para siempre.”
El Siliente guardó el cristal con cuidado. La noche volvía a envolverlo todo, pero entre ambos ya se había dicho lo necesario.
—Has visto una chispa —dijo con calma—. Pero no basta con verla.
Quiero llevarte ante uno de los Guardadores. El custodio de la Keomita de la Esencia.
Renar lo miró, desconcertado.
—¿Del Kernelísimo?
El Siliente asintió.
—Sí. No te han llamado… todavía.
Pero hay algo en ti que no es común.
Tus ojos —añadió, con voz más baja—. Tus ojos convergen con lo divino.
Renar sintió un estremecimiento.
No por el frío.
Por el peso de ser visto de ese modo.
Nunca nadie le había hablado así de sus ojos.
Siempre eran motivo de rechazo. De miedo.
No de reverencia.
—¿Y si no soy lo que crees? —preguntó.
—Entonces no lo eres —respondió el Siliente, sin drama—. Pero debemos saberlo.
Renar apretó los labios. El claro seguía en silencio, como si el bosque escuchara.
—No puedo irme ahora.
El Siliente no insistió.
—Entonces dime cuándo.
—Te esperaré en la entrada de las Torres Muertas. En una semana.
El Siliente asintió, sellando el pacto sin palabras.
—Una semana.
Y se dio la vuelta. Se alejó sin ruido, como si caminara dentro de un sueño que no le pertenecía a este mundo.
Renar se quedó solo.
La noche lo rodeaba.
Pero por primera vez… sentía que alguien había mirado sus ojos sin miedo.