El arcánte observó al recién llegado durante unos segundos, con una mirada desafiante. Luego, una leve sonrisa suavizó sus rasgos.
—Zhoren… hacía años que no te veía.
El Silente inclinó la cabeza en un gesto de respeto, acompañado de una leve sonrisa.
—Diez años, ¿verdad? —dijo con voz grave—. Desde que te enviaron aquí, a las Tierras Libres, ¿no?
—Diez inviernos, sí —respondió Mael, guiándolo hacia una sala anexa del templo mientras se ajustaba el cinturón de cuerda bajo la barriga que le sobresalía por encima—. Diez años desde que el viejo arcánte murió. Sigo con su labor, ayudando a este… —hizo una breve pausa— fascinante pueblo… o familia.
Llegaron a una sala pequeña, con estanterías repletas de viejos tomos que alcanzaban el techo. En el centro, una mesa baja y dos bancos aguardaban. Mael encendió una vela y buscó una jarra oscura en un arcón.
Sirvió mirsal en dos jarras de madera y empujó una hacia su invitado.
Zhoren la sostuvo unos segundos, observando y olfateando el líquido denso antes de probarlo.
Mael bebió un sorbo largo y sonrió afablemente.
—Mirsal. Es un producto local, preparado con lo que llaman el fruto de Valderia: su sal de montaña, mezclada con raíces fermentadas. Aman esa sal, la estiman por encima de cualquier otra cosa.
Zhoren jugueteó con la jarra brevemente antes de darle un pequeño sorbo.
—Es áspero… no me lo esperaba. ¿Y esto te gusta?
Mael soltó una risa breve y se encogió de hombros.
—Es un gusto adquirido. Después de un tiempo lo saboreas como si fuera miel.
Zhoren lo miró de arriba abajo, deteniéndose en su vientre abultado.
—Ya lo veo… Aquí llevas una buena vida: aislado del mundo, rodeado de libros, con techo seguro… y con bastante mirsal, por lo que parece.
El Silente aprovechó para acomodarse. Colocó sobre la mesa unas cuantas keomitas y una carta arrugada y ajada, marcada por los pliegues del tiempo y el polvo de los caminos, como si hubiera viajado durante años a lo largo del vasto mundo.
—No me quejo, me han aceptado y tratado bien. Varias generaciones siguen ya la fe dreliana, aunque siempre entremezclada con las tradiciones de Valderia —Mael sonrió mientras lo observaba con detenimiento—. Veo que los años te han dado un aire de sabio con tantas canas… y con esa barba áspera y descuidada.
Mael bajó la mirada hacia la mesa. Sus ojos se detuvieron en la carta arrugada. Alargó la mano lentamente, la cogió y la sostuvo entre los dedos; en su gesto se percibía el peso del remordimiento y la culpa mientras la releía en silencio.
—A veces me pregunto si fue un error enviarla… —murmuró, casi para sí mismo.
—Es nuestro cometido. Nos debemos al Arquitecto y a las Tres Voces; debemos volver a depositar las voces en un solo Aliento. El Eco del Arquitecto permanece en nuestra fe.
—Pero no dejan de ser personas, con su vida, sus aspiraciones y sus ilusiones…
Zhoren deslizó un dedo sobre la carta arrugada.
—El muchacho que describes… lo vi con mis propios ojos. Estaba en un claro, más allá del río.
Mael alzó la mirada; en sus ojos se mezclaban la tensión, la preocupación y el arrepentimiento.
—Renar…
Zhoren asintió lentamente.
—No había error. Sus ojos eran de un azul imposible, como el tejido eterno que une lo humano con lo sagrado. Esa mirada no pertenece a este mundo. Es señal de que el poder converge en él.
Mael contuvo el aliento.
—Entonces… ¿lo probaste?
—Sí. Es un voltare. Pudo manejar la keomita casi instintivamente —Zhoren apoyó la palma sobre la mesa, firme, con la certeza de quien entrega un veredicto—. Tenías razón al enviarme esta carta. Ese joven no es un rumor ni una ilusión: es real… y es alguien de interés para el Kernel.
Mael bajó la mirada hacia la carta arrugada, y su voz se suavizó, cargada de un cansancio antiguo.
—Esa carta la escribí poco después de llegar a Valderia. Apenas llevaba unos meses entre ellos cuando escuché las habladurías… y me topé con él. Un niño de apenas seis años, estigmatizado por los suyos como si llevara una marca de pecado.
Sus dedos temblaron al alisar el papel.
—Esperaba que la carta se hubiera perdido en el camino, que nadie la leyera nunca. Porque, más allá de los rumores, lo que vi fue a un buen chico. A pesar del rechazo, siempre busca cómo conectar, cómo tender la mano. Y cuando tropieza… se levanta. Y lo más extraño de todo es que, a pesar de todo, sonríe.
Levantó los ojos hacia Zhoren, con un brillo de remordimiento.
—Por eso me duele que el Kernel lo vea solo como un instrumento.
—Mael —dijo con voz grave—, en las tierras heladas del norte un convergente ha sido embelesado por la Destructora, y bajo su influjo ha comenzado a forjar un ejército. Los voltares son su obsesión: los sigue, los acorrala… y los obliga a elegir entre unirse a su causa o morir a sus manos.
Zhoren apretó la jarra entre los dedos, incapaz de ocultar su inquietud.
—El Kernel lo sabe. Los tres están nerviosos: el Guardián de la Voluntad, el del Conocimiento y el de la Esperanza. Han ordenado movilizar a todos los Silentes en busca de convergentes, sin importar el porcentaje. Quieren reunirlos… reunirnos a todos.
Hizo una pausa, con la mirada perdida en la vela temblorosa.
—La última vez que ocurrió algo así… creyeron haber hallado al Convergente. Pero no funcionó. El Aliento lo rechazó, y el Kernel, temiendo el desastre, ordenó su sacrificio.
Su voz se volvió un murmullo grave, cargado de memoria amarga.
—Eso fue hace más de un siglo, Mael. Y ahora todo vuelve a repetirse.
—Lo había oído, claro… historias viejas, rumores de un elegido que fracasó. Pero nunca pensé que el recuerdo de aquello siguiera ardiendo con tanta fuerza. No sabía que el Kernel estaba tan desesperado.
Renar seguía en el claro.
No sabía cuánto tiempo había pasado desde que el Silente desapareció entre los árboles. El silencio, que antes parecía parte del ritual, seguía allí… pero ya no lo notaba.