Después de una semana tan extraña, Naia me obligó —literalmente— a salir del bosque y acompañarla al pueblito.
—¡Te estás oxidando, Maya! —me dijo mientras me arrastraba de la mano por el sendero de piedra—. Vamos, te vendrá bien mirar algo más que árboles por un rato.
No discutí. Tal vez tenía razón.
El pueblito que rodea la parte baja del castillo siempre ha sido colorido, ruidoso y lleno de vida. Las casas de madera con techos rojos se alinean como piezas de un rompecabezas antiguo, y la plaza central está siempre repleta de puestos que venden pan caliente, frutas dulces y telas tejidas a mano. Todo tenía un aire a magia cotidiana.
Mientras caminábamos, Naia iba saludando a todo el mundo con su típica sonrisa traviesa. Yo solo sonreía con timidez y la seguía, hasta que algo nos detuvo en seco.
—Genial —murmuró Naia entre dientes—. Mira quiénes están aquí.
Frente a nosotras, dos chicos caminaban como si el camino les perteneciera. Iban vestidos con ropa oscura y elegante, adornada con el símbolo real. Se notaban entrenados, importantes. La gente a su alrededor los observaba con respeto… o con miedo.
El primero era Damián Fenrair. Tenía el cabello negro y un rostro marcado por una sombra seria, casi melancólica. Sus ojos azul profundo eran intensos y analizaban cada detalle con una calma inquietante. Su piel bronceada contrastaba con sus ropas, y su altura lo hacía destacar con facilidad. Se notaba que era fuerte. Tenía ese aire misterioso que hace que uno no sepa si acercarse… o huir.
El segundo era Jorlan Vireon. Más delgado, con el cabello rubio cenizo corto y perfectamente peinado. Tenía la piel clara, ojos celestes grisáceos, y una expresión serena que no lograba ocultar lo afilado de su mirada. Había algo en él que parecía controlado, demasiado perfecto, como si todo estuviera calculado.
—Vaya, esto es inesperado —dijo Jorlan con voz suave, casi amable, pero con un tono oculto que no supe descifrar.
Naia cruzó los brazos.
—¿Siempre rondan por aquí o hoy se aburren en su castillo?
—Solo patrullamos —intervino Damián, su voz grave pero neutral—. Hay que mantener seguros los caminos.
—¿Y el pueblo necesita protección justo cuando estamos nosotras? —replicó Naia con una ceja alzada.
—¿Paranoicas o importantes? —murmuró Jorlan, con una sonrisa fina.
Yo solo observaba. Damián no parecía querer problemas. De hecho, me miró por un instante, y no supe si su expresión era de advertencia… o de comprensión.
El aire estaba tenso. La plaza, que momentos antes era bulliciosa, parecía más silenciosa de repente.
Hasta que alguien rió.
Naia.
—Relájense. Nadie aquí quiere pelea… aunque si la buscan, tampoco vamos a huir.
Jorlan soltó una risa seca.
—Interesante.
Damián, en cambio, desvió la mirada hacia el cielo. Sus ojos azules parecían más profundos que antes.
—Nadie quiere pelea. Es solo un encuentro… curioso.
Y entonces lo sentí. Otra vez.
Su presencia.
Me giré instintivamente… y ahí estaba. De pie entre sombras, apoyado contra una columna de piedra al borde de la plaza, Kael.
Vestía de negro con detalles rojo oscuro, y sus ojos dorados brillaban como brasas encendidas bajo la luz del atardecer.
No dijo una sola palabra. Solo nos observó, su mirada fija en mí, como si pudiera leer lo que aún no entendía ni yo. Y después, desapareció entre las calles sin dejar rastro.
Mi respiración se volvió más corta.
Y por dentro, supe algo que no me atreví a decirle a Naia ni a nadie:
Me está observando.
Y, de algún modo, yo también estoy empezando a verlo a él.
¿Les está gustando?, muchos besos y abrazos 🧡.