La noche en la ciudad era fría, más de lo habitual. Las primeras heladas del otoño se habían asentado en las calles de Naraeum, cubriendo tejados y jardines con una fina capa de escarcha. El aire cortante silbaba entre las avenidas solitarias, y la luz de las farolas apenas lograba disipar la oscuridad. El río Narae, que atravesaba la capital, fluía con calma, reflejando las estrellas en su superficie cristalina.
En uno de los puentes de piedra que cruzaban el río, Seok Minho esperaba, su figura estaba envuelta en un abrigo gastado que apenas lo protegía del frío. Su aliento formaba nubes blancas en el aire helado mientras observaba el horizonte, ansioso.
"Vendrá... tiene que venir."
Seok estaba acostumbrado a pasar frío esperando a Yuki, pero esta vez, el frío no venía del clima, sino del miedo. Un miedo que se asentaba en su pecho como una piedra. Esta no era una simple escapada para verse en secreto, ni un beso robado en los jardines del palacio. Era un adiós definitivo a todo lo que conocían.
Miró hacia el agua oscura del río y su reflejo le devolvió una imagen que conocía demasiado bien: un joven común, sin linaje ni riquezas. Nada que ofrecerle a Yuki excepto su amor. Pero... ¿sería eso suficiente?
"Tal vez nunca lo fue."
Habían hecho un pacto, uno que desafiaba todas las normas de su mundo. Huirían juntos, lejos de las garras de sus familias, hacia un futuro incierto... pero suyo.
Se amaban, y eso era lo único que importaba.
O al menos, eso intentaba creer.
En el reino de Hanaya, el amor no siempre era suficiente. Yuki no era una mujer cualquiera; era una princesa, un tesoro de la familia real, una pieza clave para la estabilidad de un reino que se aferraba con uñas y dientes a tradiciones ancestrales. Su matrimonio no era solo un asunto de corazón; era una estrategia política.
Seok Minho, en cambio, no era más que un plebeyo. Sin títulos, sin riquezas, sin lazos con la nobleza. Un hombre común... que había cometido el error imperdonable de amar a una princesa.
El eco de un murmullo del pasado resonó en su mente:
"Un hombre sin nombre jamás podrá sostener la corona de una reina."
Se lo habían dicho incontables veces, como una sentencia escrita en piedra.
El sonido de pasos apresurados lo sacó de sus pensamientos.
Levantó la mirada y allí estaba ella. Yuki.
Envuelta en un abrigo de seda azul, con el cabello recogido de forma sencilla y una pequeña bolsa colgada al hombro. En sus ojos se reflejaban una mezcla de miedo y determinación.
"Está aquí. Eligió venir."
Cuando sus miradas se encontraron, todas sus dudas se desvanecieron.
—Seok —dijo ella con un susurro apenas audible por el viento—. Estoy lista.
Él la miró y supo que no había más dudas. Juntos, tomarían el mayor riesgo de sus vidas. Sabían que lo que hacían cambiaría todo, pero el miedo no los detendría. El amor que compartían era su única certeza, y con él, nada ni nadie los separaría.
—Pongámonos en marcha —dijo Seok con determinación—. Si todo sale bien, cruzaremos la frontera antes del amanecer. Si no encontramos problemas, en tres días estaremos en la ciudad de Jeongseon.
Yuki asintió, y juntos se perdieron en la penumbra de la madrugada.
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Palacio Real de Hanaya:
—¡Encuéntrenla! —rugió una voz llena de furia—. Encuentren a mi hija y tráiganla de vuelta, ¡de inmediato!
El gran salón del trono quedó en silencio. Los guardias y consejeros intercambiaron miradas de incertidumbre, temerosos de la ira del rey.
—Señor… ¿y qué hacemos con Seok Minho? —preguntó finalmente uno de los capitanes de la guardia.
El monarca cerró los ojos, respiró hondo y pronunció la sentencia que sellaría el destino del joven:
—Mátenlo.
—Sí, majestad —respondió el soldado, inclinando la cabeza antes de retirarse.
La patrulla real abandonó el palacio con urgencia. Los cascos de los caballos resonaban en el silencio de la noche.
Un consejero, más atrevido que el resto, dio un paso adelante.
—Majestad… ¿sabe que si hace esto, su hija nunca lr perdonará?.
El rey no apartó la vista de la ventana, donde la luna brillaba sobre la ciudad dormida.
—No me importa —respondió con frialdad—. Si el príncipe heredero Jaewon descubre que su prometida ha huido, estallará la guerra entre nuestras naciones.
El consejero tragó saliva.
—Si llegan a Gwanseong, ya no podremos hacer nada… Majestad.
—En Gwanseong aún hay quienes respetan las antiguas tradiciones… y practican el Biseutalia —susurró el consejero.
El rey miró con furia al hombre, que retrocedió asustado.
—No importa que mi hija me odie —dijo el monarca, con una voz cargada de ira—. Si los dejamos huir, el reino entrará en guerra con Myeongguk. Y eso supondría muerte.
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Yuki tenía apenas siete años la primera vez que escuchó hablar del Biseutalia.
Sentada en el regazo de su nodriza, con los ojos llenos de curiosidad infantil, había escuchado la historia de cómo, desde tiempos inmemoriales, el pueblo de Hanaya practicaba aquel ritual sagrado para unir dos vidas de manera irrefutable.
—En aquellos tiempos —le había contado la anciana con un tono de resignación—, el amor tenía un peso verdadero. Los dos amantes debían despojarse de sus vestiduras y mirarse sin reservas, un gesto que representaba la pureza de su decisión. Nada podía forzarse; el ritual solo se completaba si ambos lo aceptaban de corazón. Era la prueba definitiva de que la voluntad del hombre y la mujer se respetaban por igual.
Las personas de todas las clases, desde la realeza hasta los plebeyos, podían realizar el Biseutalia. Sin embargo, para que fuera reconocido, debía llevarse a cabo bajo la supervisión de una autoridad, alguien que garantizara su legitimidad. Incluso las ceremonias secretas eran legales si se confirmaban adecuadamente.
—¿Y qué pasa si intentan separarlos? —preguntó Yuki con una voz temblorosa.
Editado: 19.02.2025