Desperté y, desde la ventana del auto, vi un lindo pueblo a lo lejos. Mis padres y yo pasaríamos las vacaciones en la casa de mi abuela Lucía. Hacía tres años que no la veía.
—Emma, ya estamos a punto de llegar. Por favor, abrígate bien o te enfermarás —la voz de mi mamá me sacó de mis pensamientos.
—Sí, mamá. Me estoy abrigando bien —respondí con una sonrisa.
—Excelente, hija. Recuerda: si hace calor igual debes abrigarte. El sol acá es engañoso —dijo con autoridad.
Estaba por responder cuando vi que ya habíamos llegado. Pude observar un letrero que decía: "Bienvenidos a Wald der Schatten".
El nombre del pueblo me llamó la atención. ¿Qué significaba? ¿Por qué se llamaría así? La curiosidad me invadió, así que decidí preguntar a mi papá.
—Papá, ¿por qué el pueblo se llama así? ¿Qué significa su nombre? —le pregunté. Él me observó, sorprendido.
—Eso tendrías que preguntárselo a tu abuelita, cariño. Ella sabe más del tema que yo —respondió con seguridad.
No sabía si creerle. Algo me decía que no quería contarme la verdad. Decidí ignorarlo y me puse a observar por la ventana. Las casas estaban construidas de adobe, barro y paja de cebada, con techos de tejas y calamina.
Cuando llegamos a la casa de mi abuela, vi que también era del mismo estilo que las de los vecinos. Mi abuela Lucía seguía igual que la última vez que la vi: no había cambiado nada. Llevaba su cabello corto, ondulado y lleno de canas; sus gafas circulares color plomo combinaban con sus ojos verdes. Vestía su habitual chompa polar guinda, que le llegaba hasta las rodillas, un pantalón polar negro y unas zapatillas negras.
—Hola, doña Lucía. ¿Cómo ha estado? —preguntó mamá con una desbordante sonrisa.
—Hola, Esmeralda. Estoy bien, gracias. Me alegra mucho que hayan venido a visitarme —respondió mi abuela con una cálida sonrisa, abrazándola.
—Hola, mamá —dijo papá con una sonrisa ladeada.
—Hola, Jonathan. Hijo, no te veo desde hace seis años. Me alegra que también hayas venido —dijo abrazándolo.
—Pero miren quién llegó… ¡mi linda nietecita! Hola, Emmita —continuó con cariño.
—Hola, abuelita —le dije sonriendo.
—¿Pero por qué se quedan afuera? ¡Entren! Les ayudo con su equipaje —dijo mi abuela.
—No se preocupe, doña Lucía. Nosotros podemos llevar nuestro equipaje —respondió mi madre. Seguidamente, ingresamos a la casa.
La sala estaba compuesta por paredes blancas con algunos cuadros, una mesa pequeña y sofás.
—Les acompaño a sus habitaciones —dijo mi abuela con una sonrisa.
—Sí, mamá. Gracias —respondió papá.
Subimos las escaleras al segundo piso. Primero llegamos a mi habitación: las paredes eran de color turquesa, tenía una ventana grande con cortinas blancas, una cama de una plaza, un escritorio y un armario con cajones para guardar ropa.
Empecé a colocar mi ropa en los cajones. Al terminar de ordenar, me recosté a dormir; estaba cansada por el viaje.
Después de un rato, me despertó una voz.
—Emmita, hija, despierta. Vamos a la cocina. Tu abuela ha preparado galletas para la merienda —dijo mamá con dulzura.
—Ya voy, má —respondí somnolienta.
Antes de ir a la cocina, escuché risas por mi ventana. Quise ignorarlas, pero mi curiosidad me ganó. Me asomé y pude ver a dos chicas como de mi edad: una era morena, de cabello castaño largo y lacio; la otra tenía la piel clara y el cabello castaño oscuro, corto.
Iba a saludarlas, pero recordé que debía ir a la cocina, así que bajé. Ahí estaban mis padres y mi abuela, tomando leche con galletas.
—Ven, Emmita, siéntate. Ya te serví —dijo mi abuela con una sonrisa.
—Muchas gracias, nona. Eres muy amable —le respondí, mientras probaba las galletas con leche.
—De nada, mi niña. Lo que sea por mi linda nietecita —dijo con ternura.
Cuando terminé de merendar, me despedí de mis padres y de mi abuela y me fui a mi habitación. Intenté cerrar los ojos, pero no lograba conciliar el sueño.
Tenía un mal presentimiento.