Más allá de los confines del cosmos conocido, donde la luz primigenia se trenzaba con la oscuridad primordial, el Dios Absoluto alzó su mano. Eldoria, su creación terrenal, palpitaba ya con vida y equilibrio... pero era solo el primer acto de una obra infinita.
Con un gesto que habría destrozado mundos menores, el Dios desplegó el velo de la realidad. No fue destrucción, sino divina cirugía: como separar dos versos de un mismo poema sin rasgar el pergamino. Y del pliegue abierto, de ese intersticio entre lo existente y lo imposible, forjó Elyssar.
No era un mundo, sino el reflejo perfecto de la mente divina. Un reino tallado en:
Aquí, en este santuario incorruptible e inalcanzable, el Dios Absoluto estableció su trono. No como un tirano, sino como el corazón mismo del equilibrio. Mientras Eldoria giraba, sangraba y florecía en su ciclo mortal, Elyssar permanecía como un suspiro congelado en la garganta de la eternidad.
Elyssar no conocía fronteras, ni muros, ni sombras. Era el aliento mismo del Dios Absoluto hecho paisaje, un reino donde la luz no iluminaba, sino que existía como sustancia viva. Aquí, el espacio se curvaba en formas que desafiaban la mente mortal: cielos dorados como el metal fundido del trono divino se extendían en todas direcciones, mientras nubes de esencia pura—similares a velos tejidos con el humo de las estrellas—ondulaban en coros silenciosos.
Los ríos no llevaban agua, sino energía luminosa, corrientes que fluían con los designios del Creador. Sus cauces brillaban con patrones cambiantes, como si cada gota fuera un versículo de una escritura sagrada. Y bajo ellos, la tierra era de mármol blanco inmaculado y cristal translúcido, cálida como el regazo de un padre y suave como la promesa de la redención.
En el corazón de Elyssar, donde la luz convergía en espirales perfectas, se alzaban los Jardines de la Canción Eterna. Aquí, cada elemento cantaba las alabanzas de su creador:
Sobre los valles de Elyssar se erguían arcos de energía pura, gigantescos como puentes entre el corazón de Dios y su creación. Conectaban torres flotantes talladas en luz solidificada—estructuras que no obedecían a la gravedad, sino a la melodía de los himnos divinos. Cada torre irradiaba una frecuencia sagrada, pulsos que mantenían el tejido de Elyssar intacto.
Aquí, la sombra era un concepto ajeno. La luz no provenía del sol ni de las estrellas, sino de la esencia misma del Reino Eterno: un resplandor interior que brotaba del mármol del suelo, de las flores iridiscentes, incluso del aire que respiraban los seres puros. Era una luz que no cegaba, sino que revelaba la verdad oculta en todas las cosas.
Elyssar existía en el instante perpetuo. No había "ayer" o "mañana", solo el ahora infinito del Dios Absoluto. Las estaciones no giraban, porque la perfección no requiere cambio. El rocío en las hojas de oro nunca se evaporaba; los arroyos de luz nunca alteraban su curso. Era un mundo fuera del reloj cósmico, donde todo—desde el vuelo de las criaturas celestiales hasta el cantar de los árboles—flotaba en un presente sagrado.
De la voluntad del Creador habían nacido entidades sin nombre, figuras esculpidas en llamas blancas y destellos de geometría sagrada. No eran ángeles, ni arcángeles, sino fragmentos vivos del pensamiento divino.