El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO V: La Vida Celestial en Elyssar

Elyssar, bañado en su luz perenne, vibraba con una armonía que nunca caía en la monotonía. Los ángeles, perfectos en su devoción, no eran meros instrumentos sin voluntad, sino seres cuyas personalidades únicas se entrelazaban en el gran diseño divino.

Entre los Jardines de Esencia Pura, donde las flores entonaban melodías ancestrales al ser tocadas, Uriel y Seraphiel paseaban. Las flores se inclinaban hacia el calor de Uriel, sus pétalos iridiscentes brillaban más intensamente bajo su influencia.

Tu llama está más intensa hoy —observó Seraphiel, deteniéndose para acariciar una flor que se estremeció de placer al contacto con el fuego sagrado.

Uriel miró hacia el horizonte, donde el resplandor de Elyssar se fundía con el vacío. Las llamas que coronaban su cabeza ondularon como lenguas de un incendio contenido.

Es el recuerdo de Thalassara —confesó, su voz crepitó levemente—. Algo en su destrucción... inquieta.

Seraphiel no respondió de inmediato. Sabía que el fuego de Uriel no ardía solo por sí mismo, sino que reflejaba las verdades ocultas del cosmos. Si las llamas titubeaban, era porque algo, en algún lugar, amenazaba con alterar el equilibrio.

En las Torres de Luz Sólida, donde el conocimiento se tejía en hilos de energía pura, Nahemiel instruía a un grupo de ángeles menores. Sus ojos estelares seguían los patrones de las constelaciones que flotaban en el aire como mapas vivientes.

Este parpadeo —señaló hacia una estrella distante, cuya luz fluctuaba en un ritmo discordante— no es natural. Algo la alteró antes de nuestra creación.

Los ángeles menores, cuyas alas brillaban con una luz tenue, intercambiaron miradas. No era miedo lo que sentían, sino curiosidad. Nahemiel rara vez señalaba anomalías sin razón.

En el Coliseo de Juicio, un vasto anillo de piedra celestial donde cada grieta contaba la historia de una batalla jamás librada, Thariel supervisaba el entrenamiento de los Centinelas del Edicto. Las lanzas de fuego trazaban arcos perfectos en el aire, dejando tras de sí estelas doradas que persistían como cicatrices luminosas.

¡Más firme! —rugió Thariel al ver a un joven ángel vacilar en su ataque—. La duda no existe en la defensa de Elyssar.

El ángel, avergonzado pero determinado, ajustó su postura. Thariel no era cruel, pero tampoco toleraba la imperfección. Sabía que, en el campo de batalla cósmico, incluso el más mínimo titubeo podía ser la diferencia entre la victoria y el olvido.

Mientras tanto, en los límites del reino, donde la luz de Elyssar se desvanecía en la frontera con lo desconocido, Orisiel observaba en silencio. Su mirada dorada no se posaba en ningún lugar en particular, pero veía todo.

Algo se movía en los hilos del destino. Algo que ni siquiera los ángeles podían nombrar aún.

Y así, en la perfección aparente de Elyssar, los primeros indicios de cambio comenzaban a surgir.

Cuando el resplandor de Elyssar se suavizaba, marcando el paso de otro ciclo en el reino sin noche, todos los ángeles se congregaban en el Atrio del Silencio. Este espacio sagrado, abierto hacia las alturas infinitas, permitía ver el Trono Celestial suspendido en la distancia, un recordatorio constante de la presencia divina.

Orisiel, erguido en el centro del atrio, alzaba sus seis alas en un gesto solemne. Su voz, clara y resonante, iniciaba el ritual:

Gloria al que Es, al que Siempre Será—.

Como un eco perfecto, mil voces angelicales respondían al unísono, llenando el aire de una armonía que vibraba en el mismo tejido de la realidad:

Gloria en las Alturas—.

Mientras el cántico flotaba en el aire, los ángeles menores —seres de luz pura que aún no habían tomado forma definida— comenzaban su danza celestial. Flotaban en patrones sincronizados, entrelazándose y separándose con precisión milimétrica. Sus movimientos creaban figuras efímeras que narraban la historia de la creación: el primer destello de luz, el nacimiento de las estrellas, la forja de los mundos. Cada forma era un verso en el poema infinito del cosmos.

Erevan, el Portador de la Gracia, recorría el atrio con paso sereno. Su báculo de sanación brillaba con una luz tenue pero reconfortante, como la primera estrella que aparece al anochecer. Con cuidado infinito, se detenía ante cada ángel menor y tocaba su frente con la punta del báculo. En ese instante, un destello dorado sellaba su conexión con el Dios Absoluto, un vínculo que los guiaría hasta que encontraran su propósito y forma definitivos.

La ceremonia no tenía principio ni fin claros; simplemente era, como todo en Elyssar. Cuando las últimas notas del cántico se desvanecían y las figuras de luz se disolvían en el aire, los ángeles se dispersaban en silencio, llevando consigo la paz del ritual hacia sus tareas eternas.

Y así, ciclo tras ciclo, la gloria del Creador se renovaba en el corazón de todos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.