El tiempo fluyó como un río de luz a través de Eldoria, y lo que alguna vez fue un reino recién nacido se convirtió en un faro de esplendor. Bajo el liderazgo de los Diez Primeros, la civilización eldoriana se expandió, transformando cada valle, cada llanura y cada montaña en un testimonio de su grandeza.
Ciudades de mármol y oro brotaron como flores celestiales, sus torres alcanzaban alturas que rivalizaban con las montañas circundantes. Los ríos de plata líquida que serpenteaban entre ellas no solo llevaban agua, sino también la esencia misma de la vida, nutrida por la voluntad del Dios Absoluto.
Los Hijos de la Eternidad se multiplicaron, y con cada nueva generación, surgieron talentos únicos:
El reino se dividió en regiones, cada una impregnada de la esencia de su líder:
Pero a pesar de su gloria, los Eldorianos no eran perfectos.
Aunque sus logros eran incontables y su belleza incomparable, carecían de la sabiduría infinita de los ángeles. A veces, la duda nublaba sus corazones:
En los momentos de quietud, cuando el resplandor del cielo dorado se atenuaba levemente, algunos alzaban la vista hacia Elyssar, preguntándose si sus hermanos celestiales los observaban... y cómo sería vivir allí.
En los días de quietud, cuando el cielo de Eldoria se teñía de tonos ambarinos al caer el ciclo, un visitante descendió de las alturas. Seraphiel, el Guardián del Equilibrio, llegó con alas de luz plateada que reflejaban la sabiduría de eones. Su presencia no anunció tormentas ni milagros, sino algo más sutil: una lección pendiente.
Los Diez Primeros lo recibieron en la Gran Plaza de la Ciudad Celeste, donde las fuentes de agua luminosa cantaban suavemente. Vaelis, con su armadura pulida por el tiempo, pero no por el uso, dio un paso al frente:
—Bienvenido a Eldoria, mensajero de Elyssar. ¿A qué debemos tu visita?
Seraphiel recorrió al grupo con su mirada, deteniéndose en cada rostro como quien lee un libro abierto. Cuando habló, su voz fue clara, pero llevaba el peso de lo innegable:
—Vuestra labor ha sido admirable. Eldoria prospera, sus habitantes son leales, y el propósito del Dios Absoluto se cumple. Pero aún os falta mucho por comprender.
Selmara, cuyos dedos habían escrito mil historias, pero ninguna sobre derrotas, frunció el ceño:
—¿Qué nos falta, Seraphiel? Hemos creado una sociedad fuerte, justa y armoniosa.
El ángel asintió, y por primera vez, un destello de preocupación cruzó sus ojos:
—Sí, pero la grandeza de una civilización no solo se mide en su esplendor, sino en su resistencia ante la adversidad.
Un murmullo recorrió la plaza. Draeven, cuya espada jamás había cruzado con otra en batalla, se adelantó con el ceño fruncido:
—Si te refieres a la guerra, no hay enemigo contra el que luchar. Nuestro pueblo no ha conocido la batalla desde su creación.
Seraphiel sonrió, pero no era una sonrisa de alegría. Era la expresión de quien ve a un niño a punto de quemarse con el fuego que desconoce: