El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO VI: La Era Dorada de Eldoria

El tiempo fluyó como un río de luz a través de Eldoria, y lo que alguna vez fue un reino recién nacido se convirtió en un faro de esplendor. Bajo el liderazgo de los Diez Primeros, la civilización eldoriana se expandió, transformando cada valle, cada llanura y cada montaña en un testimonio de su grandeza.

Ciudades de mármol y oro brotaron como flores celestiales, sus torres alcanzaban alturas que rivalizaban con las montañas circundantes. Los ríos de plata líquida que serpenteaban entre ellas no solo llevaban agua, sino también la esencia misma de la vida, nutrida por la voluntad del Dios Absoluto.

Los Hijos de la Eternidad se multiplicaron, y con cada nueva generación, surgieron talentos únicos:

  • Los Constructores, cuyas manos levantaban estructuras que desafiaban la gravedad, tejiendo puentes entre las nubes y palacios que resonaban con cantos armónicos.
  • Los Artistas, que transformaban la luz en pinturas vivientes y esculpían melodías que calmaban hasta las tormentas más furiosas.
  • Los Contemplativos, cuyos ojos buscaban respuestas en las estrellas y en los susurros del viento, anhelando comprender los misterios de la existencia.
  • Los Protectores, guardianes de corazón firme y espadas brillantes, que velaban por la paz de su hogar con devoción inquebrantable.

El reino se dividió en regiones, cada una impregnada de la esencia de su líder:

  • Vaelis gobernaba desde la Ciudad Celeste, donde las cúpulas de cristal reflejaban el cielo y las decisiones más trascendentales se tomaban bajo la atenta mirada de los Diez.
  • Selmara custodiaba los Salones del Conocimiento, vastas bibliotecas donde cada libro era una joya tallada en luz, conteniendo la historia de Eldoria y los ecos de Thalassara.
  • Draeven entrenaba a los guerreros en los Campos de Acero, donde el sonido de las espadas al chocar era un recordatorio constante de su juramento de protección.
  • Kaelos elevaba templos que no eran solo lugares de culto, sino obras maestras arquitectónicas que armonizaban con el paisaje, como si siempre hubieran estado allí.

Pero a pesar de su gloria, los Eldorianos no eran perfectos.

Aunque sus logros eran incontables y su belleza incomparable, carecían de la sabiduría infinita de los ángeles. A veces, la duda nublaba sus corazones:

  • ¿Estaban honrando verdaderamente la voluntad del Creador?
  • ¿Su esplendor sería suficiente cuando llegaran las pruebas?
  • Los híbridos, aunque aceptados, ¿encontrarían su lugar sin resentimientos?

En los momentos de quietud, cuando el resplandor del cielo dorado se atenuaba levemente, algunos alzaban la vista hacia Elyssar, preguntándose si sus hermanos celestiales los observaban... y cómo sería vivir allí.

En los días de quietud, cuando el cielo de Eldoria se teñía de tonos ambarinos al caer el ciclo, un visitante descendió de las alturas. Seraphiel, el Guardián del Equilibrio, llegó con alas de luz plateada que reflejaban la sabiduría de eones. Su presencia no anunció tormentas ni milagros, sino algo más sutil: una lección pendiente.

Los Diez Primeros lo recibieron en la Gran Plaza de la Ciudad Celeste, donde las fuentes de agua luminosa cantaban suavemente. Vaelis, con su armadura pulida por el tiempo, pero no por el uso, dio un paso al frente:

Bienvenido a Eldoria, mensajero de Elyssar. ¿A qué debemos tu visita?

Seraphiel recorrió al grupo con su mirada, deteniéndose en cada rostro como quien lee un libro abierto. Cuando habló, su voz fue clara, pero llevaba el peso de lo innegable:

Vuestra labor ha sido admirable. Eldoria prospera, sus habitantes son leales, y el propósito del Dios Absoluto se cumple. Pero aún os falta mucho por comprender.

Selmara, cuyos dedos habían escrito mil historias, pero ninguna sobre derrotas, frunció el ceño:

¿Qué nos falta, Seraphiel? Hemos creado una sociedad fuerte, justa y armoniosa.

El ángel asintió, y por primera vez, un destello de preocupación cruzó sus ojos:

Sí, pero la grandeza de una civilización no solo se mide en su esplendor, sino en su resistencia ante la adversidad.

Un murmullo recorrió la plaza. Draeven, cuya espada jamás había cruzado con otra en batalla, se adelantó con el ceño fruncido:

Si te refieres a la guerra, no hay enemigo contra el que luchar. Nuestro pueblo no ha conocido la batalla desde su creación.

Seraphiel sonrió, pero no era una sonrisa de alegría. Era la expresión de quien ve a un niño a punto de quemarse con el fuego que desconoce:




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.