Mientras Elyssar brillaba en su perfección inmutable, donde los ángeles cantaban en coros que nunca desafinaban y la luz no conocía sombras, Orisiel era una nota discordante en la sinfonía celestial. No por rebeldía, sino por naturaleza: él era el único que llevaba en su esencia el libre albedrío, un don (o una carga) que el Dios Absoluto le había concedido.
Mientras sus hermanos se movían en armonía predecible, como planetas orbitando su sol, Orisiel vagaba más allá de los límites seguros. Sus alas doradas lo llevaban a través de los desiertos estelares, donde presenciaba:
Pero entre estas maravillas, su mirada se posaba una y otra vez en los pocos fragmentos de Thalassara que estaban esparcidos por el espacio y otros planetas con marcas similares, como si hubieres sufrido el mismo destino que este. Allí, donde el vacío parecía más denso, donde las estrellas cercanas evitaban brillar con fuerza, la marca oscura que había descubierto seguía latiendo. No como una herida que cicatriza, sino como una infección que se expande.
En las noches cósmicas (aunque Elyssar no conocía la noche), Orisiel se preguntaba:
¿Todo lo que existe fue creado con un propósito?
¿Y qué decir entonces de esta oscuridad que resiste, que crece, que desafía el orden divino?
Eran preguntas que jamás compartía. En Elyssar, la duda no existía. Cada ángel conocía su lugar, cada ley cósmica tenía su razón de ser, y el Dios Absoluto lo había decretado todo con sabiduría infinita.
Pero Orisiel no podía dejar de cuestionar. Era parte de su esencia, tan intrínseco como el fuego lo era para Uriel o el juicio para Thariel.
Sus incursiones no pasaron completamente desapercibidas:
Porque esa era la paradoja: el libre albedrío no tenía valor si no podía usarse, incluso para dudar.
Y así, entre la lealtad y la curiosidad, entre la luz y la sombra, Orisiel se convirtió en el primer ángel en conocer el peso de la incertidumbre.
En los bordes más remotos de la creación, donde la luz de Elyssar apenas llegaba como un susurro desvanecido, algo observaba.
No era un ser, ni un ente, ni siquiera una presencia definida. Era la sombra de lo que alguna vez fue—un fragmento residual de la oscuridad primordial que había corrompido a los que invadieron Thalassara. Debilitado, disperso, pero no destruido. Una conciencia sin forma que se aferraba a la existencia como un náufrago a los restos de un naufragio.
Su origen era un eco de la gran catástrofe: la fusión violenta de dos fuerzas primordiales que habían dado origen al cosmos. En ese choque, un fragmento del Dios Absoluto se había liberado, mezclándose siglos después con la oscuridad que pretendía devorarlo. El resultado había sido esta entidad aberrante, completamente divina, pero oscura y con la voluntad de persistir.
La explosión que casi destruyó los universos 4 y 5 también casi lo aniquiló. Su portador—un dios caído que alguna vez fue su recipiente—pereció, dejándolo vulnerable, expuesto. Sobrevivió solo porque se alimentó de otros fragmentos de oscuridad dispersos, pedazos rotos de su misma esencia esparcidos como cenizas después de un incendio cósmico.
Y entonces, encontró a Orisiel.
Desde las profundidades del vacío, la sombra estudió al ángel errante. Cada viaje de Orisiel más allá de Elyssar, cada mirada inquisitiva a las ruinas de Thalassara, cada pregunta no dicha que brillaba en sus ojos dorados… todo era registrado.
—Un ser con libre albedrío… —murmuró la sombra, aunque no tenía voz—. Un ángel que puede elegir.
Era una anomalía. Una grieta en la perfección inmaculada de Elyssar. Y la sombra comprendió, con una certeza que quemaba más que cualquier llama, que, a través de él, podría infiltrarse en la luz.
No tenía prisa. El tiempo, después de todo, era irrelevante para algo que había existido desde antes de que las estrellas tuvieran nombre. Acechó en los límites de lo real, donde las leyes de la creación se volvían difusas. Allí, donde ni siquiera los ángeles menores se aventuraban, esperó.
La sombra no actuaba directamente. No necesitaba hacerlo.