El Legado Del Dios Absoluto

CAPITULO XI: El Cielo en la Tierra

El último destello del mensaje se fundió con las estrellas, dejando tras de sí un silencio expectante. Pero en Elyssar, el reino de cúpulas de diamante y calles de luz sólida, el llamado resonó como una campana divina.

Desde las alturas inmaculadas donde el tiempo baila en espirales perfectos, los ángeles escucharon. No solo con sus oídos inmortales, sino con la esencia misma de su ser. Sintieron el pulso acelerado de los corazones eldorianos, el brillo de sus esperanzas, el peso solemne de su invitación.

La respuesta fue inmediata.

Sobre Eldoria, donde segundos antes solo había un cielo despejado, el firmamento se rasgó. No con violencia, sino con la elegancia de un velo que se aparta para revelar un misterio. Un portal de luz dorada se expandió, sus bordes ondeaban como llamas quietas.

Y descendieron.

Los Diez, los heraldos cuyos nombres se escriben con letras de fuego, emergieron primero. Sus alas desplegaban constelaciones vivientes que pintaban el aire con historias del principio de los tiempos. Tras ellos, una legión de ángeles menores, seres de luz pura cuyos rostros cambiaban como nubes bajo el sol.

En las calles de Eldoria, las danzas se detuvieron. Los cantos se apagaron. Por un instante que duró una eternidad, todo ser viviente contuvo el aliento.

Luego, el festival renació con un esplendor nunca visto. Las luces se volvieron más brillantes, las flores exhalaron fragancias olvidadas, y hasta el viento susurró melodías que no se habían escuchado desde la creación del mundo. Los heraldos no habían venido como jueces ni espectadores, sino como parte de la celebración.

Los heraldos celestiales se dispersaron como pétalos de luz sobre la celebración, cada uno interactuando con los eldorianos según su naturaleza divina. El aire vibraba con una armonía nueva, donde los cantos terrenales se entrelazaban con los coros angélicos, creando una melodía que hacía temblar las aguas de los estanques sagrados.

En la Gran Plaza de la Ciudad Celeste, Thalvion, el Rey, se inclinó ante Seraphiel hasta que su armadura de plata rozó el mármol. Las alas del Guardián del Equilibrio proyectaban runas luminosas sobre el suelo, formas geométricas que narraban la historia de Eldoria en lenguaje cósmico.

—Tu presencia honra este día más que mil victorias —dijo el rey, mientras las puntas de su manto real se teñían del mismo dorado que las plumas del ángel.

Seraphiel extendió su mano, y una flor de luz brotó de su palma para posarse sobre la corona de Thalvion:

—Vuestro pueblo ha cultivado equilibrio en el caos, como un jardín en medio del desierto. Eso, Rey Fundador, es el verdadero reflejo de lo divino.

En las Costas de Thalassara, donde las olas susurraban nombres olvidados, Aelys recibió a Ishmir con una ofrenda: un caracol cuyas espirales internas brillaban con el mismo azul que los ojos del Señor de los Vientos. El ángel sopló sobre él, y el molusco se elevó convertido en una nube minúscula que llovió estrellas sobre el mar.

—Tus corrientes cantan con la voz de los ancestros —dijo Ishmir, mientras su túnica de bruma se enroscaba alrededor de los brazos de Aelys—. Pero escucho otro sonido bajo las aguas... ¿Lo oyes?

La señora de los mares contuvo el aliento. Entre las notas del viento, algo oscuro resonaba desde las profundidades. Un latido.

En los Talleres de Volkaris, el calor de las forjas sagradas hacía brillar hasta los huesos. Vareth guio a Azarel hacia un yunque de obsidiana donde yacía "El Alba", una espada forjada con el primer metal bendito de Eldoria. El Guardián de la Sabiduría pasó sus dedos sobre la hoja, y los grabados se iluminaron con versos de la Creación.

—No es solo acero —murmuró Vareth, limpiándose el sudor con un paño tejido con hilos de lava—. Le dimos forma a la memoria de Thalassara.

Azarel cerró los ojos. En su mente, la espada cantaba: era el mismo sonido que había escuchado Ishmir bajo las olas.

En los Jardines de Seraphis, donde las palabras se cristalizaban en el aire, Yllia ofreció a Nahemiel un libro cuyas páginas eran láminas de topacio. El Vigía de los Caminos lo abrió, y las letras se elevaron como humo, formando escenas de batallas que aún no ocurrían.

—Vuestros poetas ven más allá del tiempo —reconoció el ángel, atrapando una palabra fugaz entre sus dedos. Era "Orisiel".

En las Murallas de Draventhia, Kaelor y Zadkiel observaban a los guerreros eldorianos entrenar. El Escudo de Elyssar colocó su mano sobre la piedra más antigua de la fortaleza, y esta reveló cicatrices ocultas: marcas de garras que no pertenecían a bestia conocida.

—La paz es un arte marcial —dijo Zadkiel, y su escudo reflejó por un instante un cielo rojo sobre Eldoria—. Practícalo cada día.

Kaelor no preguntó qué había visto. Pero esa noche, duplicó la guardia.

El crepúsculo dorado cedió su lugar a una noche vibrante, donde cada ciudad de Eldoria se coronó con halos de luz. Antorchas de fuego sagrado - cuyas llamas danzaban al ritmo de los cantos angelicales - iluminaron los caminos hacia la Gran Explanada del Templo. Allí, sobre mesas talladas en madera de los Árboles Primigenios, se extendía un festín que parecía capturar la esencia misma de la creación.

Los frutos brillaban con una luminiscencia interior: granadas que contenían constelaciones en su pulpa, uvas que estallaban en sabores de recuerdos perdidos, y melocotones cuya piel dorada reflejaba los rostros de quienes los contemplaban. Jarras de néctar celestial derramaban su contenido en copas de hielo eterno, que nunca se derretía, pero transmitía el frescor de las primeras mañanas del mundo. Los panes, horneados con granos benditos en hornos de piedra estelar, desprendían un aroma que evocaba la seguridad del hogar y la promesa de abundancia.

En el centro de la explanada, donde el mármol mostraba un mosaico de la Creación, los coros se entrelazaban: las voces terrenales de los Eldorianos, ricas en historias de cosechas y conquistas, se fundían con los cantos multidimensionales de los ángeles, que resonaban en frecuencias que hacían vibrar el alma. Los niños eldorianos, con ojos brillantes, intentaban imitar los tonos celestiales, mientras los ángeles menores sonreían - algo nunca antes visto - al escuchar las leyendas de los mares.




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