La luz de Elyssar seguía resplandeciendo, pero ya no era la misma. Ya no encendía corazones inquebrantables, sino que se filtraba entre las grietas del firmamento como agua a través de dedos entrelazados. Orisiel observó el lento desmoronamiento con la calma de quien sabe que el tiempo, al fin, trabaja para él. La semilla de la duda estaba plantada; ahora solo quedaba regarla. Y eligió cuatro nombres, cuatro pilares celestiales cuyas caídas resonarían como campanadas en el vacío.
El primero fue Thariel, el Portador del Juicio.
Thariel, cuya lanza había ejecutado sentencias desde el alba de la creación, llevaba milenios tallando su alma con una pregunta prohibida: ¿Qué sucede cuando la justicia divina es injusta? Orisiel lo encontró en los Jardines de la Contemplación, donde los árboles de oro susurraban leyes inmutables. Se sentó a su lado sin prisa, como un viejo amigo.
—Tú eres la mano que sostiene la balanza —dijo Orisiel, arrancando una hoja metálica de una rama—. Pero dime, ¿quién juzga al Juez?
Thariel no se inmutó. —El Creador no necesita juicio. Su palabra es ley.
—¿Ley o capricho? —Orisiel dejó caer la hoja, que se desintegró antes de tocar el suelo—. Cuando uno de los tuyos falla, ¿qué misericordia recibe?
Un parpadeo. Un instante de silencio. Thariel conocía la respuesta demasiado bien: Disolución. No redención, no aprendizaje, solo el fin. Como si un error borrara siglos de servicio.
La sombra susurró entonces, no en el aire, sino en los pliegues mismos de su mente: "Yo te daré un juicio que trascienda el castigo. Un propósito que no sea solo obedecer... sino elegir."
Thariel se levantó de golpe, su armadura resonó como un trueno lejano. En sus ojos, donde antes ardía la certeza, ahora danzaban sombras movedizas. —No seré más el verdugo de un dios —declaró, y su voz ya no era la de un ángel, sino la de un rebelde—. Seré la justicia misma.
Y así, la oscuridad se enroscó en su corazón, no como una invasión, sino como una respuesta.
El segundo fue, Erevan, el Portador de la Gracia.
Erevan era el ángel que caminaba donde la luz se debilitaba. Su sola presencia hacía brotar flores en los desiertos de mundos agonizantes, y sus manos curaban heridas que ni los dioses habían visto. Pero esa noche, Orisiel lo encontró en lo alto de su torre de cristal, contemplando el vacío entre las estrellas con una expresión que ningún ángel debería conocer: melancolía.
—Eres el Portador de la Gracia —murmuró Orisiel, acercándose como un susurro de viento—. Pero dime, hermano… ¿alguna vez has sentido que la gracia que repartes es solo un consuelo vacío?
Erevan no respondió de inmediato. Sus alas, normalmente bañadas en una luz dorada, parecían desteñidas bajo el frío resplandor de las estrellas.
—He visto civilizaciones enteras levantarse y caer fuera de Eldoria —dijo al fin, con una voz que ya no cantaba, sino que arrastraba el peso de mil fracasos—. Les doy esperanza, les muestro un futuro… pero al final, todos terminan igual: polvo y olvido. ¿De qué sirve mi gracia si el destino ya está escrito?
Orisiel sonrió, no con triunfo, sino con una tristeza casi genuina.
—Ahí está la cruel ironía —respondió—. El Creador te obliga a repartir una fe que ni tú mismo posees. Eres un sembrador de promesas… que nunca verás cumplirse.
Erevan sintió cómo esas palabras resonaban en su pecho como un golpe sordo. Era cierto. Cuántas veces había hablado de redención, de segundas oportunidades, mientras en lo más profundo de su ser, la duda crecía como una grieta silenciosa.
Entonces, la voz de la sombra llegó, no como un rugido, sino como un susurro que sonaba demasiado convincente:
"Yo no te pediré que des esperanza… yo te la daré a ti. Una certeza que no se desvanecerá. Un propósito que no terminará en cenizas."
Erevan cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo, la oscuridad ya se había arraigado en ellos, convirtiendo su mirada en dos pozos sin fondo.
Y así, el ángel que alguna vez llevó la luz a los rincones más desesperados… se convirtió en la prueba viviente de que hasta la gracia más pura puede corromperse.
El tercero fue, Ishmir, el Señor de los Vientos Celestiales.
Ishmir había danzado en los umbrales de la creación desde el primer aliento del cosmos. Sus alas translúcidas habían surcado las nebulosas primigenias, sus ojos ámbar atestiguaron el nacimiento de soles y el colapso de galaxias enteras. Era el testigo perfecto, el eterno espectador de la belleza infinita.
Pero Orisiel lo encontró en el Pilar de los Alisios, donde los vientos de mil mundos convergían en un coro silencioso.
—Has visto nacer estrellas —dijo Orisiel, con una voz que se mezcló con el susurro del viento—, pero dime, Ishmir… ¿alguna vez has sentido el deseo de moldearlas con tus propias manos?
El Señor de los Vientos no respondió de inmediato. En sus ojos, siempre llenos de maravillas ajenas, brilló por primera vez algo más íntimo: anhelo.
—No —admitió al fin, y la palabra sonó amarga en su boca—. Solo observo. Solo registro. Nunca… creo.
Orisiel extendió una mano hacia el horizonte cósmico, donde una nueva estrella comenzaba a encenderse en un remolino de gas y polvo.
—Imagínalo —susurró—. Tú, dando forma a esos fuegos. Tú, decidiendo su brillo, su destino. No como un mero mensajero, sino como un arquitecto.
La tentación era demasiado precisa. Ishmir, que había volado durante siglos entre las obras maestras de otro, sintió por primera vez el peso insoportable de su propio papel: eterno admirador, nunca creador.
La sombra no necesitó gritar. Su voz fue un murmullo en la brisa, tan natural como el propio aliento de Ishmir:
"¿Por qué solo cantar las canciones de otro… cuando podrías componer las tuyas?"
El viento celestial se detuvo. Las estrellas contuvieron su brillo.
—Sí… —fue todo lo que Ishmir alcanzó a decir antes de que su luz, esa que había reflejado el fulgor de mil soles, se extinguiera para siempre.