El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 1: La ciudad sin ayer

Todo parecía construido ayer.
Las calles, los muros, los árboles, incluso la lluvia.
Como si el mundo entero hubiese sido montado en silencio durante la noche, con la precisión quirúrgica de una maquinaria que no deja costuras. Ni grietas. Ni historia.

Lo supe la primera vez que intenté encontrar una grieta en una vereda. No por obsesión. Por instinto. Caminaba al trabajo como todos los días, y de pronto me detuve frente a una baldosa perfecta. Me agaché. La toqué. Era fría, lisa, sin desgaste. Ninguna de las otras se notaba diferente. No había señales de que alguien hubiera pasado por ahí antes que yo.

Nadie.

Como si fuera el primer caminante.

Me llamo Aleph.

O al menos eso dicen mis registros.
Nombre corto, archivo limpio, sin antecedentes.
Vivo en la Zona 7, módulo Este.
Trabajo en la Unidad de Revisión Estructural, Archivo de Asignaciones Pasivas.
Suena importante. No lo es. Paso mis días revisando documentos que no cambian y confirmando datos que no se alteran.
La mayoría ni siquiera tiene sentido. Son reportes de cosas que jamás ocurrieron, confirmaciones de realidades que no existen más allá de los márgenes de un informe.
Y eso está bien.
Eso se espera.

Nadie pregunta por qué revisamos el pasado si no hay pasado que revisar.

Porque oficialmente, la historia no existe.

No en forma tangible.

No hay museos.
No hay monumentos.
No hay cementerios.
No hay fotografías públicas anteriores al año cero.

El año cero ocurrió hace 33 años. Todos nacimos después. Todos.
Nadie tiene abuelos. Nadie sabe qué ocurrió antes de eso.
Y si lo preguntas, la respuesta es siempre la misma:
No es necesario.

Nunca se habla del tiempo.
Solo del presente.
El “presente continuo”, como lo llama la Unidad de Coordinación Temporal.
Un término elegante para nombrar lo que realmente es: una prisión suave.

Y lo peor es que funciona.
Porque el presente es limpio.
Sin contradicciones.
Sin dolor.

Nada falta.
Nada sobra.

Pero nada… pesa.

El día que todo cambió comenzó como todos los otros.
Despertador a las 6:00.
Cafetera automática.
Noticias sin rostros.
Ropa gris.
Pasillo blanco.
Calle sin escombros.
Tránsito sin bocinas.
Personas sin nombres.

Pero al llegar a mi cubículo, lo encontré.
Un sobre.

Blanco.
Sellado.
Sin remitente.

No era digital.
No tenía código de rastreo.
Solo una palabra manuscrita:

“Recuerda.”

Recuerda.

Eso fue todo.
Una palabra.
Sola.
Inclasificable.
Fuera de protocolo.

Lo primero que pensé fue que era un error, un juego, una interferencia. Pero algo en mi estómago no lo creyó.
Esa palabra no era una sugerencia.
Era una orden.
Una voz interior empujándome a algo que ni siquiera entendía.

Pasé horas mirando el sobre.
No lo abrí de inmediato.
No porque tuviera miedo.
Sino porque no quería que terminara.
Ese instante.
Esa rareza.

Esa sensación de que por primera vez algo no estaba en su lugar.

Y yo… tampoco.

Esa noche no dormí.

Miré el techo.
La lámpara sin bombilla.
Las paredes sin cuadros.
La ventana sin cortinas.

El mundo era una caja ordenada.
Y de pronto, ese sobre era una grieta.

Una grieta en la estructura perfecta.

Y las grietas… siempre son más profundas de lo que parecen.

Al día siguiente, regresé al trabajo como si nada.

Lo metí en el bolsillo interior de mi chaqueta.

No dije nada.
No pregunté.

Pero empecé a mirar distinto.

Los pasillos.
Los ascensores.
Las voces sin tono.

Y fue ahí cuando noté lo siguiente:

Nadie hablaba de antes.
Nunca.

No había historias.
No había anécdotas.
Solo el ahora.

Y eso… eso era extraño.

Porque incluso en la estructura más estéril, la memoria filtra.
La nostalgia gotea.

Pero aquí no.

Aquí todo estaba seco.

Esa tarde me desvié del camino.

Una calle lateral.
Oscura.
Silenciosa.

Vi un local.
Sin letrero.
Sin luces.
Solo una puerta entreabierta.

Entré.

Y ahí estaba ella.

Una mujer.
De pie, frente a una estantería.

Cabello oscuro.
Manos pequeñas.
Mirada detenida en un libro sin título.

Al verme, no se sobresaltó.

—¿También lo recibiste?

Tardé un segundo en responder.

—¿Qué?

—El sobre.

Me congelé.

Ella se giró, sacó un papel de su abrigo, idéntico al mío.

“Recuerda.”

Y entonces supe que no estaba solo.

Nos sentamos en el suelo.
No dijimos nombres.
Solo compartimos el silencio.

Ella se llamaba Elian.
Eso fue lo único que dijo.
No sabía más.
No tenía más.

Y eso… bastaba.

Comenzamos a encontrarnos en silencio.

Caminábamos sin ruta.
Buscábamos señales.
Pequeños errores.
Cosas fuera de lugar.

Y las encontramos.

Un número en una pared que cambiaba cada día.
Un papel quemado con letras antiguas.
Una caja de música enterrada bajo un banco.

Fragmentos.

No de historia.

De realidad no autorizada.

Y entonces, lo descubrimos.

Un muro.
Cubierto por una lona gris.
Abandonado.

Al retirarla, la frase estaba ahí.
Tallada.
Cruel.
Hermosa.

“La Tierra no nos recuerda.”

Y eso fue todo.

No hubo reacción.
No hubo alarma.
Solo viento.

Y la certeza absoluta de que el mundo seguía girando como si esa frase no importara.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.