La fotografía apareció entre las páginas de un libro sin título.
Lo encontramos en una librería subterránea, de esas que no tienen dueño ni rótulo, y a las que solo se llega si no estás buscando nada. Un pasillo curvado, una escalera que parecía no terminar y luego, polvo. Filas de libros sin numeración. Páginas amarillentas que olían a madera vieja.
Fue Elian quien lo abrió.
No dijo nada al principio.
Me mostró la imagen como quien descubre un cadáver.
Una figura de pie frente a una pared desgastada.
Ropa antigua.
Sombras que indicaban la existencia del sol.
Pero en lugar de rostro… nada.
No un borrón.
No una falla técnica.
Solo ausencia.
Una zona del papel que parecía no haber sido impresa.
Suavemente lisa.
Como si el rostro nunca hubiera estado ahí.
—¿Lo ves? —preguntó.
Asentí.
No hablábamos demasiado.
Desde que recibimos los sobres, las palabras parecían… torpes.
El silencio se había vuelto una forma más honesta de diálogo.
La miré a los ojos. Había algo distinto en ellos.
Una pregunta.
O quizás una despedida.
Decidimos escanear la foto en un centro técnico.
No para saber quién era.
Sabíamos que no lo descubriríamos.
Queríamos saber si alguien más podía verla.
La máquina la aceptó.
El escáner zumbó durante treinta segundos.
La pantalla titiló.
Y luego escribió una sola línea:
“Este elemento no existe.”
Esa noche, soñé con el vacío.
No el de la imagen.
El mío.
Soñé que despertaba, iba al baño, encendía la luz, me miraba al espejo…
y no había nada.
No porque el reflejo faltara.
Sino porque yo no estaba.
Sentí el agua corriendo.
El suelo bajo mis pies.
El aire en mis pulmones.
Pero mi cuerpo… no era visible.
Solo vacío con forma de mí.
Elian comenzó a olvidar.
Primero detalles simples.
Nombres de calles.
El orden de las estaciones.
La letra de una canción que solía cantar de niña, aunque nunca la había escuchado antes.
Luego cosas más pesadas.
Su número de identificación.
La fecha de su nacimiento.
Su dirección.
No era una enfermedad.
No era confusión.
Era algo más profundo.
Era como si la realidad la estuviera soltando.
Me mostró un cuaderno una tarde.
En la primera página, una frase:
“No sé si existo, pero sí sé que duele perder lo que nunca tuve.”
Pasé las hojas.
Todas en blanco.
—¿Por qué no escribiste más?
—Porque se borran —dijo.
—¿Quién las borra?
—La ciudad.
Volvimos al lugar donde encontramos la fotografía.
La librería seguía ahí.
Pero el libro no.
Buscamos en cada estante.
Revisamos los techos bajos, los rincones.
Nada.
Hasta que encontramos una nota en el suelo.
Escrita con una letra fina, como tallada:
“Lo que se ve, pero no se nombra, no tarda en desaparecer.”
La guardamos.
Sabíamos que no duraría mucho.
Decidimos ocultar la fotografía en la zona nula.
Un sector subterráneo sin cámaras, sin registros.
Un lugar que el sistema había dejado de mapear hacía años.
A veces parecía que el olvido también tenía límites geográficos.
Sellamos la imagen en una caja de titanio.
La colocamos entre dos bloques de concreto, bajo una rejilla oxidada.
Nos prometimos no volver en una semana.
Y cuando volvimos…
No había caja.
No había rejilla.
No había concreto.
Solo tierra compacta.
Como si nunca hubiéramos estado ahí.
—¿Y si el rostro era el primero? —le pregunté.
—¿Primero de qué?
—De los que serán borrados.
Elian guardó silencio.
—¿Y si ya fuimos borrados, pero aún no nos damos cuenta?
—¿Crees que es eso?
—No lo sé. Pero cada vez me reconozco menos.
Una noche, me miré al espejo durante más de una hora.
Cada vez que parpadeaba, juraría que mis rasgos cambiaban sutilmente.
El mentón más estrecho.
La piel más pálida.
La mirada menos firme.
No era cansancio.
Era algo más.
Era como si otra versión de mí estuviera reemplazándome, capa por capa, gesto por gesto…
hasta que ya no quedara nada reconocible.
Fui a la Unidad de Registro Ciudadano.
Solicité una copia de mi ficha biométrica.
El funcionario tecleó mi nombre.
Esperó.
—¿Número de identidad?
Se lo di.
Volvió a teclear.
—Disculpe —dijo—, no aparece ningún Aleph en el sistema.
—¿Nada?
—Nada.
Ni nacimiento.
Ni asignación de residencia.
Ni ingreso laboral.
—Pero trabajo aquí, vivo aquí.
—Eso no significa que esté registrado.
—¿Entonces quién soy?
El funcionario me miró por un momento largo.
Luego dijo:
—Alguien que todavía no ha sido completamente olvidado.
La siguiente vez que vi a Elian, estaba diferente.
Más delgada.
Más pálida.
Más… lejana.
—He empezado a soñar con él —dijo.
—¿Con quién?
—Con el rostro.
El que no está.
—¿Y qué hace en el sueño?
—Nada. Me observa.
Y al despertar… siento que algo de mí se ha quedado allá.
Decidí llevar la foto a una especialista en restauración digital.
No confiaba en los escáneres.
Quizás con herramientas más antiguas podríamos revelar algo.
La mujer la observó durante minutos.
—¿Dónde encontraron esto?
—En un libro.
—¿Tiene idea del origen?
—No.
Ella conectó un lector óptico.
La imagen apareció en pantalla.
—No hay datos de trama —murmuró.
—¿Qué significa?
—Que no tiene memoria.
Como si hubiera sido impresa desde la nada.
Esa noche, volví a mi habitación.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 16.04.2025