El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 3: Lo que no puede nombrarse

Empezó con una palabra.
Una palabra común.
Simple.
Cotidiana.

Y luego… desapareció.

No de los libros.
No de los archivos.

Desapareció de la mente.

Yo estaba en mi departamento, como cada noche, intentando escribir lo que recordaba del día anterior.
No por costumbre.
Por resistencia.

Una forma de aferrarme a algo.
A cualquier cosa.
A mí.

Pero esa noche, quise anotar una palabra.

Una que conocía.
Una que había usado cientos de veces.
La pronuncié en voz baja.
Y sonó hueca.
Desconocida.

Intenté escribirla.
Pero la tinta tembló.
La forma de la palabra se deformó en el papel, como si el idioma mismo se negara a sostenerla.

La miré durante un minuto entero.
Y luego… la olvidé.

La palabra.
El contexto.
El significado.

Todo.

Solo me quedó una hoja en blanco con un trazo oscuro e inútil.

Algo que antes era algo…
y ahora no era nada.

Le conté a Elian.
O a la versión de Elian que quedaba.

Ella ya no hablaba con fluidez.
No porque no pudiera.
Sino porque cada palabra parecía costarle más que la anterior.

No era fatiga.
Era desconexión.

Como si cada frase que pronunciaba la alejase un poco más del mundo.
De sí misma.
De mí.

—¿Qué palabra fue? —preguntó.

—No lo sé. La olvidé en el momento exacto en que intenté recordarla.

—¿Y si fue tu nombre?

Esa posibilidad me atravesó.

—¿Tú… recuerdas cómo me llamo?

Elian me miró largo.
Parpadeó.
Luego negó con la cabeza.

—Ya no. Pero no me molesta. Todavía reconozco tu presencia.

Pasamos las siguientes semanas buscando palabras.
No recuerdos.
No imágenes.
No historias.

Palabras.

Queríamos saber cuántas aún existían.
Cuántas quedaban en uso.
Cuántas aún tenían significado.

Recorrimos murales.
Etiquetas.
Pantallas públicas.

Cada día, había menos.
Los avisos en los paneles digitales eran más cortos.
Las instrucciones más vagas.
Los nombres de las calles, reemplazados por códigos alfanuméricos.

Una ciudad entera reorganizándose para sobrevivir sin nombrar nada.

Nos infiltramos en una biblioteca.

Una verdadera.
Oculta.
Reprimida.
Con libros de papel y estanterías.

Allí, encontramos el “Diccionario de los Fundadores”, un libro grueso que recopilaba las palabras esenciales del lenguaje base, usado al momento de diseñar el nuevo sistema.

Las primeras páginas estaban completas.

Pero al avanzar…
las definiciones comenzaban a desaparecer.

No por deterioro.
No por censura.

Simplemente se desvanecían.

Las letras se difuminaban.
El papel se blanqueaba.

Y al llegar a la mitad, ya no había más palabras.

Solo páginas vacías.

En una hoja al final del libro, alguien había escrito una nota a mano:

“Si no puedes nombrarlo, no puedes mantenerlo.
Y si no puedes mantenerlo, deja de existir.”

Esa frase me persiguió por días.

No era solo una advertencia.

Era una ley.

Una que la ciudad seguía con devoción.

No por obediencia.
Por estructura.

Una palabra sin uso era un objeto sin dueño.
Una casa sin planos.
Un cuerpo sin sangre.

Desaparecía.

Entonces entendí lo que Elian estaba perdiendo.

No era la memoria.
No eran los recuerdos.
Era el vocabulario para sostenerlos.

Ella intentaba hablar, pero los sonidos que usaba ya no significaban nada.

No porque estuviera enferma.
Sino porque el lenguaje que necesitaba ya no existía.

Una noche, intentó contarme un sueño.

—Había una montaña. Y… y un… —se detuvo.

—¿Un árbol?

Negó con la cabeza.

—No. Era como un árbol, pero no lo era. Tenía… tenía cosas. Cosas largas, y colgaban. Pero no eran ramas.

—¿Raíces?

—No… No sé.

Sus ojos se llenaron de frustración.

—Sé lo que era. Puedo verlo en mi mente. Pero no puedo decirlo. No hay palabra.

Y en ese instante, supe que el objeto que ella había soñado acababa de morir.

Porque nadie más podría nombrarlo.
Y si nadie más podía nombrarlo…
entonces ya no existía.

Empecé a hacer listas.
Palabras comunes.
Una cada día.

Comprobaba si aún podía escribirla.
Pronunciarla.
Escucharla.

“Puerta.”
“Río.”
“Fiebre.”
“Padre.”
“Elian.”

Todas resistieron los primeros días.
Pero luego…
comenzaron a fallar.

Primero fue “fiebre”.

La escribí.
La pronuncié.
La reconocí.

Pero al día siguiente, no pude definirla.

Sabía que era algo del cuerpo.
Pero no cómo funcionaba.
Ni por qué dolía.

Y al tercer día, ya no sabía si era una palabra real o una invención.

Pasé a palabras más íntimas.

“Abrazo.”
“Susurro.”
“Culpa.”
“Amor.”

La palabra “amor” me dolió al escribirla.

No por el contenido.
Sino porque sentí que me quedaba grande.

Como si yo no fuera lo suficientemente humano para sostenerla.

Y esa noche…
no pude decirla en voz alta.

Elian comenzó a escribir en símbolos.

Círculos.
Líneas.
Espirales.
Manchas.

Decía que significaban cosas.
Decía que podía “leerlas”.
Pero no podía explicarlas.

—¿Qué es esto? —pregunté señalando una figura que parecía una llave deformada.

—Eso soy yo.

—¿Y esto?

—Tú.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando los dibujo, me siento entera.

No quise discutirlo.
Quizás su lenguaje estaba más cerca del origen que el mío.




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