El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 4: La voz que no está registrada

La escuché por primera vez al despertar.

No como un sonido externo.
No como una palabra hablada.
Sino como un residuo de algo que ya había sido pronunciado.

Estaba en mi oído, pero también en mi pecho.
Como si una frase se hubiese deslizado dentro de mí mientras dormía y se hubiera incrustado en el hueco exacto donde ya no quedaba lenguaje.

No la entendí.
No la reconocí.
Pero supe… que era mía.

Y que nadie más debía haberla escuchado.

Pasé el día buscando entre sonidos.

Reproduje archivos antiguos.
Escuché grabaciones de voz de las transmisiones ciudadanas.
Fui a las estaciones de eco.
Recorrí la zona técnica donde aún almacenaban residuos de voz no procesada.

Nada coincidía.
Ninguna vibración.
Ninguna frecuencia.
Ningún fragmento tenía ese timbre.

La voz que había entrado en mí no estaba registrada.

Y en esta ciudad, todo lo que no está registrado…
está condenado a desaparecer.

Volví a ver a Elian.
No en persona.

En una grabación.

Una que yo no había hecho.
Una que estaba en mi dispositivo sin haber sido enviada.

Pantalla negra.
Solo sonido.

Y la voz.

No la de Elian como yo la recordaba.
Era más áspera.
Más profunda.
Más humana.

—Si puedes oír esto, aún quedas tú —decía—.
Aún no te han borrado del todo.
Escucha.
No intentes recordar.
No intentes escribirlo.
Solo deja que la voz te atraviese.
Solo entonces… sabrás tu nombre.

Mi nombre.

Esa palabra volvió como un golpe seco en el pecho.

Porque ahora que lo pensaba…
yo tampoco podía recordarlo ya.

Sabía que me llamaban Aleph.
Pero Aleph era una designación.
Un identificador técnico.
No un nombre.

Mi verdadero nombre…

Había desaparecido.

No de los papeles.
No de la red.
De mi propia boca.

Fui al Centro de Registro Biovocal.

Un edificio blanco, sin ventanas.
Ubicado en el centro de la ciudad, donde las estructuras no proyectan sombra.

Pedí acceso a mi patrón de voz.
Tenía derecho a ello.

El asistente me miró con una expresión neutral.
Demasiado neutral.

—¿Número de identidad?

Se lo di.

Revisó el sistema.

—No aparece ningún patrón asignado a ese número.

—¿Y si ingreso por nombre?

—Nombre no registrado.

—Pero estoy aquí. Estoy hablando.
—Lo sé.

—Entonces… ¿quién soy?

El asistente dudó por primera vez.

—Tal vez... ya no seas quien fuiste cuando te registraron.

Salí del edificio y caminé por calles que ya no reconocía.

No porque hubieran cambiado.

Sino porque ya no podía nombrar lo que veía.

Edificios sin cartel.
Puertas sin forma.
Vehículos sin marca.
Personas… sin voz.

No se saludaban.
No intercambiaban palabras.

Solo caminaban, con la boca cerrada, los ojos vacíos.
Como si todos hubieran recibido la misma orden silenciosa:

“Calla… o desaparecerás.”

Esa noche volví a escuchar la voz.

Esta vez más clara.
Más cerca.

—Estás tardando, Aleph —susurró—.
Ya debiste haber comprendido.
Las palabras no son lo que te borra.
Lo que te borra… es el silencio impuesto.

Soñé que hablaba con alguien sin rostro.

Estábamos sentados frente a frente.
Una mesa entre ambos.
Luz tenue.
El aire quieto.

Yo hablaba.
Él respondía.

Pero al despertar, no recordaba ninguna palabra.

Solo la sensación de haber recuperado algo perdido…
y haberlo soltado por miedo.

Intenté grabar mi voz.

Una prueba.

Dije mi nombre: “Aleph.”

La pantalla mostró interferencia.
Ruido.
Nada más.

Probé con otras palabras.

“Soy.”
“No soy.”
“Estoy aquí.”
“No me iré.”
“Recuérdame.”

Nada.

La grabadora no reconocía ninguna.

Como si el dispositivo supiera que no había nada válido en lo que yo decía.

Fui al Archivo de Registros Obsoletos.
Una instalación subterránea donde se guardaban los fragmentos de voces borradas.
Audios sin nombre.
Declaraciones olvidadas.
Lamentos sin contexto.

Me hicieron firmar un consentimiento.

La funcionaria me advirtió:

—Escuchar estas voces puede afectar su estructura verbal.
Algunas personas… no regresan del todo.

—¿Qué significa eso?

—Pierden el habla.
O dejan de entenderla.

Acepté.

Me colocaron los auriculares.

Y escuché.

Voces.
Ruidos.
Gritos.
Susurros.

Cientos.
Miles.

Algunos eran oraciones completas.
Otros, solo un aliento.
Un inicio de palabra.
Un final sin comienzo.

Pero entre todas…
la escuché.

Esa voz.
La mía.

No como suena ahora.
No como una grabación.
Como era antes.

Una versión de mí que hablaba con claridad.
Que pronunciaba nombres.
Que contaba historias.

Me detuve.
Pausé la grabación.
Retrocedí.

La voz dijo:

—Yo soy...
Yo era...
Yo seré…

Y luego, un nombre.

Mi verdadero nombre.

No Aleph.
No una letra.
Un nombre que me trajo imágenes.
Sensaciones.
Personas.
Calor.

Pero cuando intenté repetirlo…
no salió nada.

Mi boca se movió.
Mi garganta vibró.

Pero el nombre ya no estaba hecho para ser dicho.

Solo recordado.

Y el recuerdo… era dolor.

Salí del archivo tambaleando.

La funcionaria me miró con piedad.

—¿Lo encontró?




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