Hay días que no se recuerdan.
Y hay otros que simplemente no ocurrieron.
No porque hayan sido olvidados, sino porque fueron omitidos por el tejido mismo del tiempo. Saltados. Rotos. Borrados con tal precisión que nadie percibe su ausencia. Nadie, excepto aquellos que están comenzando a despertar. Nadie… excepto yo.
El primero lo noté un miércoles.
Desperté con una sensación de extrañeza en el cuerpo, como si todo estuviera un poco más quieto de lo habitual. Revisé el calendario de la consola mural. La fecha había avanzado dos días. Era viernes.
No pensé en ello al principio. Suponía que había dormido mal, o que quizás había confundido el orden de la semana por el insomnio persistente de los últimos días. Pero cuando salí a la calle, el mundo tenía ese olor específico que uno asocia al comienzo de algo, no a su final. Las personas caminaban en silencio, como de costumbre, pero había una tensión flotante. Algo… contenido.
En la pantalla central de la plaza, se proyectaban imágenes de archivo recicladas. No había noticias. No había mensajes de la administración. Solo una frase sostenida sobre fondo gris:
“Todo sigue en curso.”
No era informativo. Era una afirmación para quienes necesitaban recordar que el curso existía. Pero yo sabía que no. Porque no podía recordar nada del día anterior. No podía recordar nada de ayer.
Intenté reconstruir lo que había hecho el día anterior.
Busqué en mi dispositivo. No había mensajes. No había desplazamientos registrados. Ni movimiento en las puertas automáticas, ni detección de voz, ni registros de pasos.
Intenté recordar conversaciones. No recordaba haber hablado.
Intenté recordar pensamientos. Solo encontraba una bruma inmóvil, como si mi conciencia hubiese estado suspendida en un punto neutro, esperando a que algo la trajera de vuelta.
Y entonces comprendí: el día anterior no había ocurrido.
No para mí.
No para nadie.
Y sin embargo, el calendario había avanzado como si todo fuera normal.
Elian reapareció.
No como persona física, sino como huella residual.
Una grabación incompleta, encontrada en un archivo de mantenimiento al que no debía tener acceso.
Su voz sonaba diferente. Más joven. Como si la versión de ella que me hablaba no fuese la actual, sino una versión anterior, más intacta.
—Si estás escuchando esto, significa que has cruzado la línea de los días ocultos —decía la grabación—. No todos pueden. No todos lo notan. Pero si tú lo hiciste, significa que aún queda algo en ti que no ha sido reescrito por completo.
Pausé la grabación.
El frío se me instaló entre las vértebras.
Ella lo sabía. Lo había sabido antes que yo.
Los días no desaparecían por accidente.
Alguien los borraba.
Durante las semanas siguientes comencé a llevar un diario físico.
Un cuaderno antiguo, de hojas gruesas, que guardaba dentro de una cavidad secreta en el suelo de mi habitación.
Cada noche escribía lo que había hecho, lo que había sentido, lo que había visto.
Lo hacía con lentitud. Con cuidado. Como si cada palabra debiera ser grabada no sólo sobre papel, sino también en la estructura misma del mundo.
Una noche, desperté con una sensación de ansiedad repentina. Corrí hacia el suelo. Abrí la trampilla. Saqué el cuaderno.
Las primeras páginas estaban intactas.
Pero desde el cuarto día… la tinta se había evaporado.
No estaba raspada. No estaba borrada.
Estaba ausente.
Ni rastro. Ni sombra. Ni pigmento.
Solo el espacio vacío donde antes había estado mi registro de existencia.
Volví a salir al exterior. Las personas seguían caminando con sus rutinas programadas. Nadie hablaba. Nadie miraba hacia arriba. Nadie parecía notar que algo estaba desapareciendo.
Me acerqué a un módulo de asistencia. Pedí el historial de días laborales.
—¿Podría verificar si estuve activo el miércoles anterior?
La mujer revisó la consola.
—Sí. Registro de ingreso a las 08:00. Registro de salida a las 18:00.
—¿Y mis actividades?
—No hay especificaciones. Solo registro de presencia.
—¿Grabaciones de cámara? ¿Interacción?
—No hay contenido auditivo ni visual disponible. Solo marca de presencia.
—¿Y eso es común?
—En días de silencio, sí.
—¿Días de silencio?
Ella se tensó.
—No hay más información disponible.
Los “días de silencio”.
Esa fue la clave.
Palabras que nadie pronunciaba, pero que el sistema reconocía.
Días que estaban en el calendario, pero no en la memoria.
Comencé a buscarlos.
Rastreé publicaciones en los foros ocultos.
Frecuenté los nodos de vigilancia olvidados.
Intercepté fragmentos de transmisiones abandonadas.
Y encontré uno.
Un audio defectuoso.
Casi imperceptible.
Una voz masculina repitiendo una frase, como un eco que se rompía a sí mismo:
“Hoy fue un día… que no fue.”
Una y otra vez.
“Hoy fue un día… que no fue.”
Entonces lo viví de nuevo.
Me desperté un martes.
Recordaba con claridad haberme acostado el lunes por la noche.
Salí.
Nada había cambiado.
Pero al mirar el calendario de la terminal central, el día marcaba jueves.
Había perdido dos días.
No los había dormido.
No los había soñado.
No los había vivido.
Solo… no estaban.
Y peor: nadie más parecía notarlo.
Desesperado, fui al Registro de Cronosecuencia.
Pedí una cita. Me la rechazaron.
Insistí.
Me enviaron a una sala de espera sin puertas.
Después de tres horas, entró un hombre sin uniforme. Sin rostro.
Literalmente: llevaba un velo negro que cubría la parte superior de la cara.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 16.04.2025