Durante días, tuve el mismo sueño.
Uno en el que caminaba sin rumbo por un pasillo inmenso, curvado, sin techo, cuyas paredes estaban hechas de piedra negra, húmeda, y cuya única característica visible era la ausencia total de huellas.
No había marcas en el suelo.
No había polvo en las esquinas.
No había humedad en las paredes.
Solo silencio.
Un silencio tan denso que parecía tener cuerpo.
En el sueño, caminaba.
Avanzaba sin cansancio.
Solo caminaba.
Hasta que de pronto, algo me hacía detenerme.
No era un ruido.
Ni una presencia.
Era un pensamiento.
Y entonces, lo escuchaba.
No con los oídos.
Con el cuerpo.
Una frase grabada sin sonido.
“La Tierra no nos recuerda.”
Despertaba cada vez en el mismo segundo exacto.
Sentado.
Sudando.
Con una sensación de orfandad tan profunda que me costaba respirar.
Durante semanas, busqué ese pasillo en la ciudad real.
Sabía que no era una invención.
Lo había visto.
Lo había tocado con los pies desnudos de mis sueños.
La ciudad esconde muchos lugares.
Algunos están debajo de otros.
Algunos se construyeron encima de lo que alguna vez fue un espacio con historia.
Y en esta ciudad, la historia es tratada como una falla estructural.
Las rutas del subsuelo no figuran en los planos oficiales, pero aún existen.
Las zonas técnicas, los ductos antiguos, los corredores de mantenimiento y los refugios nunca utilizados.
Y fue en uno de ellos donde lo encontré.
No llegué solo.
Un hombre me abordó en una esquina.
No lo conocía.
No me habló.
Solo me entregó un trozo de papel con una coordenada escrita a mano, y una línea:
“Cuando llegues, guarda silencio. Si hablas, la piedra no responderá.”
Fui.
No por curiosidad.
Por necesidad.
La coordenada me llevó a un sector sin señal.
Una puerta oxidada, marcada con un número que no correspondía a ninguna serie de numeración municipal.
Al entrar, sentí el aire cambiar.
No era más frío.
Era más espeso.
Y ahí estaba.
El pasillo.
Igual al de mis sueños.
Mismo ángulo curvo.
Mismo suelo.
Mismo silencio.
Caminé.
Sentí que cada paso me alejaba de la ciudad y me acercaba a algo… más antiguo.
Más real.
Y entonces, vi la pared.
Era una losa de roca pura, incrustada en la estructura como si no hubiese sido colocada… sino expuesta.
Como si el edificio hubiese sido construido sobre ella, y alguien la hubiera desenterrado.
Y allí, tallada con una precisión imposible, estaba la frase:
“La Tierra no nos recuerda.”
No había firma.
No había contexto.
Solo esas cinco palabras.
Tantas veces soñadas.
Tantas veces sentidas.
Y ahora, por fin… vistas.
No sé cuánto tiempo me quedé de pie frente a la inscripción.
Podían haber sido minutos.
Podían haber sido horas.
Recuerdo haber pasado la mano sobre las letras.
No estaban pintadas.
No estaban grabadas con herramienta moderna.
Eran parte de la piedra.
Como si hubieran surgido de ella.
No un mensaje dejado por alguien.
Sino un mensaje que la piedra misma decidió mostrar.
Como si, en su interior milenario, la Tierra hubiese acumulado tanto olvido… que necesitaba expulsarlo.
Y lo hizo en forma de palabras.
Sentí, en ese momento, una tristeza inmensa.
Una tristeza que no era humana.
Era geológica.
La clase de tristeza que se acumula en las capas profundas de un planeta que ha albergado demasiado.
Demasiadas civilizaciones.
Demasiadas guerras.
Demasiadas palabras vacías.
Y que un día, simplemente, decide no recordarlas más.
No por crueldad.
Por preservación.
Porque hasta el suelo tiene un límite.
En ese pasillo, las reglas cambiaban.
No había señal.
No había tiempo.
Mi reloj se detuvo.
Mi dispositivo se apagó, aunque tenía batería.
La luz no se comportaba igual.
Mis pasos no hacían eco.
Mi respiración no empañaba el aire.
Era como si ese espacio no existiera para nadie más que para mí.
Como si fuera una burbuja de realidad excluida, sobreviviente.
Un nodo donde la historia se negaba a ser borrada.
Volví varias veces.
Siempre solo.
Siempre en silencio.
Cada vez, el lugar parecía diferente.
La pared seguía allí, pero el aire se hacía más denso.
Y un día…
la frase había cambiado.
No desaparecido.
Cambiado.
Ahora decía:
“Tú tampoco lo harás.”
Me arrodillé.
Lloré.
No de tristeza.
De confirmación.
Porque en ese instante, entendí.
No solo la Tierra nos había olvidado.
Nosotros también habíamos olvidado cómo ser recordados.
Empecé a hablarle al pasillo.
En voz baja.
Cosas simples.
Mi nombre.
Mi historia.
Lo que recordaba de Elian.
Mis miedos.
Mis deseos.
Mis silencios.
Y aunque no respondía…
sentía que escuchaba.
Y eso era suficiente.
Porque en este mundo, donde todo se borra…
que algo te escuche es un acto de resistencia.
Una noche, cuando regresé, encontré una nueva inscripción.
Una línea apenas perceptible, bajo la anterior.
“Lo que no es dicho, será tragado por el suelo.”
Y supe que no podía callar más.
No por mí.
Por los que ya fueron tragados.
Por los que se están tragando mientras caminan.
Mientras ríen.
Mientras trabajan.
Mientras duermen.
Por todos los que ya no saben que están siendo olvidados.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 16.04.2025