El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 7: Zona Nula

Me tomó varios días llegar a ella. No porque no supiera dónde estaba, sino porque cada intento terminaba en fracaso. Como si el mundo —o algo más— se encargara de desviarme justo antes del último paso.

Las calles que llevaban hacia allí se cerraban sin aviso.
Los mapas digitales mostraban un pantano de errores.
Las personas que intentaba seguir se esfumaban entre calles espejadas.
El suelo, en ciertas zonas, se volvía blando, como si se negara a sostenerme.

Comencé a pensar que no era un lugar.

Sino una intención.

La primera vez que la Zona Nula fue mencionada ante mí, fue en voz baja, por un técnico de comunicaciones al que ayudé cuando su lector óptico colapsó en plena rutina de escaneo.

—Te debo una —dijo, limpiando el sudor de su cuello—. Si algún día necesitas desaparecer, busca la Zona Nula.

Lo dijo sin rastro de burla, sin ironía. Como si hablara de algo tan natural como el clima.
Le pregunté dónde estaba.

—La Zona Nula no se encuentra —respondió—. Te encuentra a ti cuando estás listo para no existir.

Me reí entonces.
Ahora entiendo que él ya había estado allí.

Me preparé para buscarla como si me preparara para un funeral.
Dejé escritos ocultos.
Dejé mi voz en una grabadora antigua.
Me grabé diciéndome que debía volver, aunque no recordara por qué.

Y entonces caminé.

No con destino.
Sino con renuncia.

Como si dejar de buscar fuera el primer paso para llegar.

Fue esa madrugada cuando los semáforos de la zona industrial dejaron de cambiar de color y comenzaron a parpadear en una secuencia que reconocí de inmediato: el código binario del símbolo de silencio.

1-0-1-0-1-0-0-1.
Una pausa.
Repetido tres veces.

Me dejé llevar por esa señal.
Crucé las barreras, entré a una calle que no figuraba en ningún registro.

Y entonces, el aire cambió.

La temperatura descendió de golpe.
La luz perdió tono.
El sonido se volvió espeso.
Y la sensación en el pecho fue la misma que se tiene cuando uno se da cuenta de que está solo, de verdad, por primera vez.

La Zona Nula no tenía portón.
Ni muros.
Ni vigilancia.

Solo comenzaba.

Una transición sin marcas visibles.
Una frontera que se sentía en la piel, en los pulmones, en los huesos.

Dudé un segundo.

Y luego seguí.

Los primeros metros eran silencio absoluto.
Ni viento.
Ni ecos.
Ni pasos.

Y sin embargo, sentí movimiento.

No desde afuera.
Desde dentro.
Como si algo en mí se reorganizara para poder existir en ese espacio.

Los bordes de las cosas parecían menos definidos.
Las estructuras se doblaban levemente, como si estuvieran hechas de memoria blanda.
Los objetos que encontraba —una silla oxidada, una lámpara caída, una caja sin tapa— no tenían propósito evidente.

Y lo peor: no tenían nombre.

Intenté nombrarlos.
Sentí las palabras formarse en mi lengua.
Pero al llegar a los labios, se disolvían.

Era como si el lenguaje no tuviera permiso para funcionar ahí dentro.

La Zona Nula parecía haber sido una parte de la ciudad alguna vez.
Restos de muros, señales, letreros sin letras, placas sin inscripciones.
Una civilización detenida en un punto ciego de la historia.

En uno de los pasillos más estrechos, encontré lo que alguna vez fue una sala.

Dentro, había papeles.
Miles.
Esparcidos.
Rotos.
Quemados en sus bordes.
Algunos tenían tinta borrosa.
Otros, símbolos que no reconocía.

Me acerqué a uno.
Tenía algo escrito con trazos gruesos:

“Aquí está lo que no debía ser dicho.”

Lo levanté.
Y entonces todo tembló.

No violentamente.
No como un sismo.
Sino como si la realidad se tensara un poco.
Como si ese papel aún estuviera conectado al resto del sistema.

Y mi contacto… lo hubiera despertado.

Seguí avanzando.

No había rutas.
Solo direcciones posibles.

Vi puertas que no llevaban a nada.
Escaleras que subían a techos inexistentes.
Ventanas en paredes solitarias, como ojos que habían perdido su rostro.

Pasé por una galería entera cubierta de espejos…
pero ninguno reflejaba mi imagen.

Algunos devolvían una figura más joven.
Otros, más vieja.
Uno de ellos reflejaba un entorno distinto: una ciudad viva, poblada, donde el cielo tenía color y los árboles sombra.

Toqué ese espejo.

Y el vidrio se agrietó.

Llegué a un espacio más amplio.
Circular.
Con una fuente en el centro que no arrojaba agua, sino polvo.

Polvo gris.
Polvo pesado.
Polvo que caía hacia arriba.

En el borde, una inscripción:

“La memoria desciende, pero el olvido asciende.”

No entendí.
No al principio.

Pero al observar el polvo, supe: ese era el residuo de los recuerdos borrados.
De las palabras que nadie había vuelto a pronunciar.
De los rostros sin nombres.
De los días que no ocurrieron.

El olvido… no desaparece.
Solo se concentra.

Y en la Zona Nula, todo lo que ha sido desechado por el mundo sigue existiendo, deformado.

En una esquina, vi algo que no esperaba:
un símbolo que reconocí.

Una espiral encerrada en un triángulo invertido.

Era el mismo que Elian había dibujado meses atrás.
El símbolo que, según ella, “era yo”.

Estaba grabado en el muro.
Grande.
Preciso.
Antiguo.

Toqué la piedra.
Se sintió tibia.

Y por primera vez en días, una palabra surgió en mi mente con total claridad:

“Persistencia.”

La pronuncié.

El polvo se detuvo.




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