Comenzó como un murmullo.
No en la calle. No en el aire.
En los objetos.
Primero fue una lámpara. Una lámpara común, de metal sin brillo, en la sala de espera de un módulo de diagnóstico. Estaba rota, colgando de un alambre desgastado, como todo en ese lugar. Pero cuando me senté debajo de ella, escuché algo.
No fue una palabra.
Fue un ritmo.
Un patrón.
Una secuencia de sonidos que no respondía a electricidad ni al viento ni a ningún sistema auditivo convencional.
Era una vibración diminuta, intermitente, como si alguien golpeara un hueso hueco desde dentro, siguiendo la estructura de una palabra… sin la palabra.
Me levanté. Me acerqué.
Pegué el oído a la lámpara.
Y entonces lo sentí:
una voz.
No una voz que hablara conmigo.
Una voz que sobrevivía.
No dije nada en ese momento.
Me marché en silencio.
Pero la voz me siguió.
No en el oído, sino en la percepción.
A partir de ese día, cada objeto parecía tener algo debajo de su piel.
Algo que susurraba desde adentro.
No eran pensamientos.
No eran delirios.
Eran lenguajes sin cuerpo, incrustados en la materia.
Uno de los días más densos, mientras pasaba junto a una pared de concreto grafitada, me detuve.
No porque el mural llamara la atención.
Sino porque una línea, escrita en un tono casi igual al de la base, apenas perceptible, parecía desplazarse.
Una secuencia de signos.
No eran letras.
No eran números.
Eran símbolos híbridos, como si varios alfabetos extintos hubieran colapsado en una sola línea, compartiendo espacio en una misma palabra muerta.
Y sin saber por qué, pude leerla.
La frase decía:
“Todo idioma alguna vez fue una herida.”
Me quedé inmóvil durante varios minutos.
Porque no entendí con la cabeza.
Lo entendí con la carne.
Volví a la Zona Nula.
No para buscar respuestas.
Para verificar si también allí el lenguaje muerto había comenzado a manifestarse.
Y lo había hecho.
Había símbolos flotando en el aire.
No dibujados.
Suspendidos.
Eran como gotas negras sin peso, formas que vibraban con una lentitud imposible, que no pertenecían a ninguna superficie.
Algunos se agrupaban.
Otros giraban en espirales lentas.
Intenté tocarlos.
No pude.
Pero uno de ellos se acercó a mí.
No físicamente.
Se acercó a mi mente.
Y al estar tan cerca, sentí que un recuerdo se desprendía.
Uno que no era mío.
Una voz que no había escuchado jamás, pronunciando una oración en un idioma completamente ajeno.
Y sin embargo… la comprendí.
La frase era:
“Fuimos lenguaje antes de ser cuerpo.”
Pasé los siguientes días buscando esas lenguas.
En muros.
En cables.
En señales.
En vidrios empañados.
En manchas.
En insectos.
En texturas de madera.
Y estaban en todas partes.
Latentes.
Silenciosas.
Esperando ser leídas.
Pero no podían ser traducidas.
Las palabras comunes no bastaban.
Necesitabas otra sensibilidad.
Una que ya no tuviera forma fija.
Una que aceptara que el idioma podía no tener reglas.
Fui a ver a una lingüista que trabajó en la Biblioteca de Ruido, una instalación clandestina que coleccionaba registros fonéticos de lenguas extintas.
Ella ya no hablaba.
Pero escribía.
Me hizo pasar a su cubículo.
Sin saludar, me extendió una hoja con esta pregunta:
“¿Tú también los oyes en lo que ya no se dice?”
Asentí.
Ella sonrió.
Y escribió otra línea:
“Están regresando. Pero no a la boca. Están regresando al mundo.”
Comenzó a mostrarme registros que había reunido.
Secuencias de sonidos que no respondían a patrones convencionales.
Impresiones visuales de palabras que se desplazaban como organismos.
Manuscritos donde la tinta se borraba y luego reaparecía con un orden diferente.
Y un patrón:
las lenguas extintas mutaban.
Ya no querían ser habladas.
Querían manifestarse.
Querían ser geografía.
Ser muros.
Ser reflejos.
Ser símbolos incrustados en los nervios de los sobrevivientes.
Una noche, la vi.
No a ella.
A una de las lenguas.
La reconocí como una presencia.
No era un ser.
No tenía rostro.
No tenía voz.
Pero todo a su alrededor se doblaba levemente, como si el espacio tuviera que adaptarse para tolerar su existencia.
El piso crujía con una cadencia que parecía un poema.
Las paredes vibraban con una estructura que era más gramática que arquitectura.
Y en el centro…
una figura.
Un cuerpo humanoide, hecho de letras flotantes, cada una formando líneas que giraban en espiral.
No estaba ahí para atacarme.
Estaba ahí para ser reconocida.
Y cuando pronuncié, con la voz que me quedaba, una palabra inventada…
la figura se detuvo.
Me miró sin ojos.
Y desapareció.
Desde entonces, me cuesta hablar.
No por fatiga.
No por trauma.
Sino porque cada palabra que pronuncio debe ser elegida con precisión.
Siento que si hablo mal, si nombro lo incorrecto…
algo más se romperá.
Porque ahora sé:
el lenguaje no solo construye.
También puede abrir.
Abrir grietas.
Abrir puertas.
Abrir cosas que no deberían recordar.
Los muros de la ciudad ya no son estables.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 16.04.2025