El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 12: La voz sin garganta

No tenía rostro.
No tenía cuerpo.
No tenía sombra.

Y sin embargo, ocupaba espacio.

No era aire.
No era energía.
No era forma.

Era presencia.

Un nudo en el espacio que no podía ser explicado por ninguna lógica física.
Algo que estaba… sin estar.

No entró.
No apareció.

Simplemente estuvo.

Lo supe en el instante exacto en que el silencio se volvió total.

No como ausencia de sonido.
Sino como un peso.
Un silencio denso, cargado, vivo.

Un silencio que desplazaba el aire a su alrededor, que modificaba el ritmo del corazón, que hacía que incluso el polvo suspendido dejara de moverse.

Estaba en la plaza sumergida del sector antiguo.
Un lugar sin cámaras, sin dispositivos, sin historia reconocida.

Solo concreto, sombra, y algunas estructuras vencidas por el tiempo.

Allí, mientras observaba cómo las grietas del suelo comenzaban a formar líneas nuevas —como si dibujaran sin permiso—, sentí la curvatura de la realidad a mi izquierda.

No lo vi.

Lo intuí.

Como si una parte ancestral de mí —algo enterrado antes del lenguaje— reconociera aquello que estaba ocurriendo.

Y entonces supe:
estaba en presencia de la voz sin garganta.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente.

Un escalofrío me cruzó desde el esternón a la base del cráneo.
No de frío.
De reconocimiento.

Mis pupilas se dilataron.
La piel se tensó.
El aire me supo distinto.

Y luego… sentí su vibración.

No en los oídos.

En los huesos.

Una frecuencia sin sonido que se instaló en mi columna, como una columna vertebral nueva, invisible, que se superponía a la mía.

Y entonces entendí:
no necesitaba hablar.

Ya estaba diciendo algo.

Cerré los ojos.
Me obligué a quedarme quieto.

No por valentía.
Porque sabía que si me movía… si reaccionaba como un humano cualquiera… algo en mí se rompería.

Porque esta entidad no respondía a la lógica del mundo.

No quería ser entendida.
No quería ser enfrentada.
Quería ser sentida.

Y al abrir los ojos, lo vi:

No era figura.

Era un doblez en el espacio.

Una zona donde la luz se comportaba mal.
Donde las líneas del suelo se curvaban sin explicación.
Donde las sombras no coincidían con sus objetos.
Donde el aire vibraba, como si alguien respirara a través de la piel del mundo.

Y todo eso… era ella.

La voz sin garganta.

No se movía.
O mejor dicho: el espacio se movía a su alrededor.

Como si la ciudad no supiera cómo contenerla.
Como si la arquitectura estuviera intentando reorganizarse para no colapsar ante su presencia.

Y entonces, me habló.

No con palabras.
No con símbolos.

Con sensación.

Un peso en el pecho.
Un vacío en el estómago.
Una presión detrás de los ojos.

Y junto a todo eso… una certeza:
me estaba nombrando.

No como Aleph.
No como humano.
Como contenedor.

Comprendí, en ese instante, que no era la primera vez que esta forma aparecía.

Solo que antes, no sabíamos verla.

La reconocí en los edificios que se derrumban sin razón.
En los suicidios sin nota.
En las fracturas de puentes que nadie cruzó.
En las manchas del cielo que los radares no detectan.

Ella ha estado allí.

Cada vez que una emoción no se expresa.
Cada vez que un duelo no se vive.
Cada vez que un amor se niega.

Ella se forma.

Y ahora… está despertando.

Quise hablar.

Pero no pude.

Mi lengua estaba inmóvil.
Mis cuerdas vocales parecían envueltas en hierro.
Cada intento de emitir sonido se convertía en un susurro interior.

Porque esta presencia no permitía voz.

Su existencia misma era un acto de silencio extremo.

Y cualquier palabra hubiera sido una ofensa.

Me arrodillé.

No por sumisión.
Por humildad.

Estaba ante algo que no pedía reverencia, pero que merecía respeto.

Y mientras permanecía allí, sentí cómo mi memoria comenzaba a alterarse.

Recordé cosas que no había vivido.
Personas que nunca conocí.
Dolores que no me pertenecían.

Una mujer cantando frente a un muro vacío.
Un hombre tallando una palabra en un árbol seco.
Un niño mirando al cielo, preguntando por un padre ausente.

Eran fragmentos.

Ecos.

Ella me estaba mostrando su archivo.
No de hechos.
De emociones no dichas.

Y entonces comprendí su función.

No era un castigo.
No era un aviso.

Era la consecuencia.

La acumulación física de todo lo que la humanidad ha callado.
Un receptáculo imperfecto.
Un espejo que no devuelve imagen, sino sensación.

Y cuando su vibración alcanzó su punto más alto, la ciudad respondió.

Las paredes comenzaron a chorrear palabras.

No escritas.
No pintadas.

Formadas por humedad.
Por polvo.
Por vibración.

Las ventanas se empañaron con nombres.
Los suelos se agrietaron en forma de frases.

Y por unos minutos, el mundo habló.

Sin sonido.
Sin gramática.
Sin boca.

Solo habló.

Y todo lo que se había silenciado durante generaciones se manifestó.

Luego, el silencio volvió.

Pero no era el mismo.




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