El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 13: Los que tiemblan cuando ella pasa

Al principio, los síntomas eran sutiles.

Un estremecimiento sin causa.
Un espasmo breve en las manos.
Un titubeo en el paso, como si algo invisible empujara levemente desde dentro.

Los informes médicos no mostraban anormalidades.
Los análisis estructurales eran normales.
Pero los cuerpos…
temblaban.

No por frío.
No por enfermedad.
Tampoco por miedo.

Era un temblor sin explicación, sin patrón, sin aviso.

Como si alguien pasara cerca.
Alguien que no podía ser visto, pero cuya presencia rozaba lo más primitivo de la carne.

Comenzaron a llamarlos "los que tiemblan".

Nadie sabía cuántos eran.
Ni quién fue el primero.
Solo que aparecían en distintos sectores, en distintos momentos, y siempre con los mismos síntomas.

Temblaban al amanecer.
Temblaban cuando estaban solos.
Temblaban cuando escuchaban cierto tipo de silencio.

Y lo más inquietante:
temblaban al mismo tiempo.

Aunque estuvieran a kilómetros de distancia.
Aunque no se conocieran.
Aunque jamás se hubieran visto.

El fenómeno no podía negarse.

Había algo que pasaba.
Algo que los pasaba.

Yo conocí al primero.

No por nombre.
Por coincidencia.

Lo encontré sentado en una banca de concreto, con la mirada perdida y las manos presionadas contra los muslos.

Sus dedos se agitaban como si tocasen un piano invisible.
Su espalda estaba recta, pero vibraba.
Y su mandíbula, aunque cerrada, parecía contener un grito que no quería salir.

Me acerqué.

No dijo nada.

Pero cuando me miró, supe que él sabía.

No el qué.
Sino el cuándo.

—Ella pasó por aquí, ¿cierto? —pregunté.

Sus ojos se humedecieron.
Y asintió.

Solo una vez.

Ese fue el primer día que entendí que la resonancia no era solo espacial.

No deformaba solo objetos.
Deformaba personas.

No a través de contacto directo.
Sino a través de su trayectoria.

La voz sin garganta no necesitaba tocar para dejar marca.

Su paso dejaba un residuo.
Una huella sin temperatura.
Una presencia invisiblemente imborrable.

Y quienes estaban “abiertos”, quienes aún tenían grietas interiores…
la sentían.

Sin saber cómo.
Sin entender por qué.
Pero la sentían.

Y entonces, temblaban.

Empecé a buscarlos.

No estaban en hospitales.
No pedían ayuda.
No hablaban de ello.

La mayoría no podía explicarlo.

—No sé qué me pasa.
—Es como si alguien me hubiera mirado sin ojos.
—Siento que algo pasó… por dentro de mí.
—No me duele. Pero no me deja.

Las frases se repetían.
Y entre todas, una idea común:

“Esto no es mío.”

Estudié sus movimientos.
Su respiración.
Su ritmo.

Había un patrón.

El temblor comenzaba con un recuerdo.
Pero no un recuerdo vivido.
Uno que no era suyo.

La imagen de un incendio.
Un grito infantil.
Un cuerpo cayendo desde una altura indeterminada.
Un padre ausente.
Una mujer esperando.

Fragmentos de historia que no les pertenecían, pero que aparecían justo antes del temblor.

Era como si la voz sin garganta inyectara ecos en ellos.

Y los cuerpos… reaccionaban.

Había quienes lo rechazaban.

Se tensaban.
Negaban.
Se medicaban.
Se encerraban.

Pero otros…
aceptaban.

Y esos eran los más interesantes.

Porque con el temblor venía algo más.

Claridad.

Una conciencia aguda.
Una sensibilidad inusual.
Una comprensión no racional de lo que estaba ocurriendo.

Uno de ellos me dijo:

—Cuando tiemblo, escucho sin oídos.
—¿Qué escuchas?
—La historia de alguien que no soy yo… pero que pudo haber sido.

La ciudad no podía explicarlo.

Los reportes oficiales omitían los casos.
Las autoridades negaban los testimonios.
Las cámaras parecían fallar justo en el momento del temblor.

Pero cada vez más personas lo vivían.

Y algo peor:
el temblor comenzaba a dejar marcas.

Una mujer, después de su sexto episodio, despertó con la mitad del cabello encanecido.
Un niño dejó de hablar durante tres días, y cuando volvió a hacerlo, solo pronunciaba palabras en un idioma que nadie reconocía.
Un anciano comenzó a llorar al ver su reflejo… porque no lo reconocía.
Y en todos los casos, lo mismo:

Había pasado cerca.

Ella.

La voz sin garganta.

Su paso no era lineal.
No tenía lógica.
No seguía caminos.

Era como una tormenta emocional errante.
Como un eco que, por alguna razón, elegía cuerpos para alojarse.

No para dañar.
Sino para recordar.

No para poseer.
Sino para dejar algo dentro.

Y esos cuerpos, a su manera, comenzaban a resonar.

El temblor era solo el inicio.

Después venía el silencio.
Luego, la incomodidad con el propio nombre.
Después, la sensación de ser más de uno.
Y finalmente…
el desarraigo.

No del mundo.

De sí mismos.

Porque la voz sin garganta no solo deformaba las cosas.
Comenzaba a fragmentar las identidades.

Uno de los “tembladores”, como ya se les llamaba en las zonas más antiguas, me lo explicó así:

—Siento que hay alguien más dentro de mí.
—¿Desde cuándo?
—Desde que ella pasó.
—¿Quién es ese alguien?
—No lo sé. Pero siento su pena.
—¿Y eso te asusta?




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