El lenguaje de los que olvidan: La Tierra no nos recuerda

Capítulo 14: Y entonces se abrió el cielo

Durante siglos, el cielo fue nuestro alivio.
Un techo inmenso, distante, intacto.
Podíamos mirar hacia arriba sin esperar respuesta.
Y en esa falta de respuesta, había consuelo.

El cielo no juzgaba.
El cielo no opinaba.
El cielo estaba… y eso bastaba.

Pero esa noche, todo cambió.

Porque el cielo, por fin, respondió.

No fue una tormenta.
No fue una aurora.
No fue una explosión.

Fue un gesto.

Un leve arqueo de la atmósfera.
Un deslizamiento en el color.
Una grieta en la textura de lo infinito.

No lo notamos al principio.

El aire estaba quieto.
El horizonte, sin cambios.
Las nubes, ausentes.

Pero entonces miré hacia arriba…
y supe que algo había empezado.

El cielo ya no era el mismo.

Lo vi desde la terraza del Bloque 19, una estructura semiabandonada desde donde podía observar toda la ciudad.
A esa hora, la luz debería haber sido negra.
Un negro profundo, sin tonalidades.
Pero ese día, había un gris desgarrado.

Como si alguien hubiera raspado el firmamento con una uña inmensa y dejado una herida abierta.

No brillaba.
No relampagueaba.
No emitía ruido.

Pero sangraba…
con silencio.

Fui a buscar las cámaras atmosféricas.
Conecté los registros.
Revisé los archivos satelitales.

Nada.

Ni una anomalía.
Ni una alerta.
Ni un solo informe.

El cielo no estaba siendo monitoreado.

O peor:
lo estaban ignorando.

Salí a caminar.

El suelo estaba templado, como si la temperatura descendiera solo hacia arriba.

El viento soplaba al revés.
Las hojas no caían.
Flotaban.

Y los animales…
se escondieron.

Ni un solo ave.
Ni un perro.
Ni insectos.

Solo humanos, caminando sin mirar.

Porque nadie quería verlo.

Nadie quería ser el primero en decir:

“El cielo se está abriendo.”

Los edificios más altos comenzaron a temblar.

No por terremoto.
Por resonancia.

Las antenas se inclinaban sin viento.
Las ventanas vibraban sin sonido.

Y en lo alto…
la grieta crecía.

Una línea curva.
Casi elegante.
Como una sonrisa contenida.

Pero no era alegría.
Era… exceso.

El cielo ya no podía contener más.

Alguien se desmayó a mi lado.

No cayó con violencia.
Se dejó caer.

Como si el peso de lo que no comprendía le hubiera vencido.

Luego otro.
Y otro.

Comenzaban a caer como hojas.
No por enfermedad.
Por sobresaturación emocional.

No podían nombrarlo.

Pero sus cuerpos lo sabían:

Algo, allá arriba, estaba cambiando.

Y entonces, lo escuché.

No con los oídos.

Con la piel.

Un crujido.

No como el de la madera.
No como el del vidrio.
Como el de algo vivo… rompiéndose por dentro.

Era el cielo.

Desgarrándose.

Y al mirar, vi cómo la grieta se abría un poco más.

No verticalmente.
Desde el centro.

Como si un enorme párpado estuviera comenzando a abrirse… después de siglos de estar cerrado.

Y lo que vi dentro…
no tenía forma.

Solo color.

Un azul que no existía antes.
Un azul tan puro, tan ajeno, que dolía.

No era luz.
Era memoria condensada.

Un líquido visual.

Una sustancia sin nombre que parecía flotar en el vacío superior.

Y supe:

Eso era lo que el cielo había estado conteniendo todo este tiempo.

No estrellas.
No gases.
No silencio.

Sino todo lo que no pudimos sostener.

Gritos no pronunciados.
Llantos negados.
Besos que no llegaron.
Sueños abortados.
Nombres borrados.
Vidas desperdiciadas.

Todo había subido.
Había sido expulsado hacia arriba.
Y el cielo, como una enorme superficie emocional… los había aguantado.

Hasta hoy.

La grieta se expandió.

Los bordes se encendieron con un rojo suave.
No como fuego.
Como vergüenza.

Y de su interior comenzaron a caer gotas.

No lluvia.
No ceniza.

Resonancia líquida.

Caían en silencio.
Pero al tocar el suelo, hacían hablar a las cosas.

Un letrero parpadeó y escribió un nombre.
Una alcantarilla expulsó un verso.
Una puerta se abrió y gritó una risa.

El mundo hablaba…
con lo que el cielo le devolvía.

Yo no podía moverme.

Estaba inmóvil, como todos los que lo veíamos.

Sabíamos que esto no era el fin.
Era algo peor:
el inicio de lo que ya no puede detenerse.

El cielo se abrió.
Y con ello, todas las emociones negadas de generaciones comenzaron a descender.

No como castigo.
Como ajuste.

Como reequilibrio.
Como recordatorio.

Como acto de justicia emocional.

La ciudad se quedó en silencio.

Y en medio de ese silencio,
una sola palabra se escribió en el cielo roto:

“Basta.”

No sabíamos si era orden, súplica o confesión.
Pero todos la leímos.
Y todos entendimos.

Habíamos llegado al límite.
Y el cielo lo sabía.

Volví a casa.
No dormí.

Solo observé por la ventana cómo el cielo seguía herido.

No sanaba.
No colapsaba.
Solo… se mantenía abierto.

Como una boca muda.
Como un ojo sin párpado.
Como una herida sin intención de cerrarse.

Y supe que mientras siguiera así…
nada volvería a ser igual.




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