Al principio fue sutil.
Un reflejo torcido en un charco.
Una sombra que se extendía más allá de su objeto.
Una grieta que no seguía la línea natural de la fractura.
No era viento.
No era luz.
Era… movimiento emocional.
La resonancia, hasta entonces contenida en cuerpos, en suspiros, en gotas suspendidas,
comenzó a deslizarse.
No como líquido.
No como gas.
No como ser.
Como palabra viva en estado primitivo.
La primera vez que lo vi fue en el mercado vacío de la zona sur.
Era una mañana gris, como todas últimamente.
El suelo estaba húmedo por la resonancia llovida días atrás.
Las paredes lloraban despacio.
Y entonces la vi.
Una línea negra, delgada, imposible,
deslizándose lentamente entre los escombros.
No era pintura.
No era fisura.
Era escritura en movimiento.
Una frase sin forma.
Una oración aún no pronunciada.
Y en su arrastre,
dejaba marcas que cambiaban la piel de los objetos.
Seguí la línea durante horas.
No tenía dirección lógica.
Giraba donde el suelo se quebraba.
Retrocedía donde había calor humano.
Se detenía frente a puertas cerradas, como si escuchara… y luego decidiera avanzar o no.
No tenía prisa.
No tenía objetivo aparente.
Solo avanzaba.
Como quien busca algo que aún no sabe nombrar.
Otros comenzaron a verlas.
No una.
Decenas.
Líneas arrastrándose por debajo de las ciudades hundidas,
subiendo lentamente por los muros agrietados,
adentrándose en grietas que no existían el día anterior.
Se movían de noche,
cuando el mundo era demasiado débil para defenderse.
Al amanecer, solo quedaban rastros:
Muebles con palabras nuevas.
Espejos que ya no reflejaban imagen sino intenciones.
Tejados que susurraban nombres al crujir.
La resonancia había dejado de ser pasiva.
Ahora buscaba.
No todo lo que tocaban sobrevivía.
Hubo estructuras que colapsaron al contacto.
Un edificio entero se desplomó después de que una línea se enrollara en sus cimientos, como un anillo asfixiante.
Un puente dejó de sostener su peso cuando la resonancia lo cruzó, arrastrando memorias de cargas que jamás soportó.
Una plaza quedó cubierta de palabras que nadie podía leer,
pero que hacían llorar a quien las miraba demasiado tiempo.
El lenguaje olvidado, ahora en movimiento,
reclamaba.
No objetos.
No espacios.
Lugares de dolor.
Pronto quedó claro:
La resonancia no era aleatoria.
Buscaba.
Buscaba sitios rotos.
Buscaba emociones pendientes.
Buscaba grietas emocionales para anidar.
No invadía lo intacto.
No atacaba lo fuerte.
Se arrastraba hacia las heridas.
Como el agua buscando el punto más bajo.
Como la memoria buscando el hueco que dejó una ausencia.
Los humanos también éramos presas.
Los contenedores comenzaron a sentir cosquilleos en los pies.
Sensaciones de peso en la espalda baja.
Hormigueos en los huesos de las costillas.
Eran las líneas acercándose.
Deslizándose despacio,
buscando fisuras en la carne,
en la memoria,
en el alma.
No todos resistieron.
Una mujer de nombre olvidado despertó una mañana
con frases escritas en su piel.
No tatuajes.
No cicatrices.
Palabras vivas, moviéndose bajo la dermis,
cambiando de lugar como si respiraran.
Y en cada palabra,
una emoción que no era suya,
un recuerdo que no había vivido.
Ella caminó hasta el río más cercano y se sumergió.
No para morir.
Para calmar las palabras.
Otro caso.
Un niño que nunca habló comenzó a murmurar sílabas antiguas,
lenguajes que no pertenecían a ningún registro conocido.
No era posesión.
No era enfermedad.
Era el lenguaje arrastrado entrando en él,
tomando su voz prestada,
intentando decir lo que había olvidado durante siglos.
Su madre no pudo soportarlo.
Le tapó la boca con las manos temblorosas.
Pero la vibración seguía.
Porque cuando el lenguaje se arrastra hasta dentro,
ya no necesita cuerdas vocales.
Solo espacio.
Me expuse una vez.
No por coraje.
Por necesidad de saber.
Me tendí en uno de los caminos de resonancia.
Dejé que una línea me tocara los tobillos.
La sentí subir, fría y cálida a la vez,
como un recuerdo de algo que nunca fue mío.
Cuando alcanzó mi pecho, vi imágenes:
Una ciudad llorando sin lágrimas.
Una familia esperando un tren que jamás llegó.
Una mujer enterrando su voz bajo una piedra blanca.
Y luego sentí algo más:
un nudo.
Un nudo de lenguaje, apretándose dentro de mi esternón,
queriendo salir.
No en gritos.
No en palabras.
En forma.
En materia.
En resonancia.
Me levanté antes de que me poseyera por completo.
Pero durante días,
mi sombra dejaba letras donde pisaba.
Letras que no recordaba haber pronunciado jamás.
Ahora, todos sabemos.
El lenguaje no olvidado no quiere quedarse estático.
Se mueve.
Busca.
Encuentra.
Y lo peor:
Se arraiga.
No como posesión.
No como castigo.
Como memoria que exige ser vivida.
El mundo no puede contenerlo todo.
Hay grietas por donde el silencio entra.
Hay cuerpos por donde las memorias viejas anidan.
Hay ciudades que se agrietan por dentro, no por edad,
sino por lo que han callado demasiado tiempo.
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reflexiones sobre la realidad, superación personal., misterios del alma
Editado: 05.05.2025