"Las industrias pueden producir el ingreso de las aguas de sustancias altamente tóxicas: cobre, zinc, plomo, mercurio, entre otras. Estos metales suelen ser acumulativos...".
Fui incapaz de entender la mitad de lo que leía en el curioso volante que me encontré a orillas de la playa, pero aún así me lo quedé mirando unos segundos, conmovida por la imagen del agua sucia cayendo desde las tuberías al mar.
Esa era la peor pesadilla de mi gente.
Cuando salí de mi estupor introduje el papel en la bolsa y continué mi paseo por la arena, recolectando toda la basura que me encontraba en el camino.
La gente solía darse vuelta a mirarme con extrañeza, y de vez en cuando los niños se reían de mi estrámbotico traje. Sí, un viejo overol impermeable no era exactamente lo que los humanos solían usar para ir a la costa, podía deducirlo a partir de la poca ropa que ostentaban todos los presentes, la cual parecía haberse encogido con el paso del tiempo. No obstante, en mi caso, caminar tan cerca del agua constituía un riesgo que no estaba dispuesta a correr.
No sabía bien cuánto tiempo había pasado durmiendo, pero por lo menos al despertar, volví a encontrar mi ropa en el mismo lugar donde la escondí la última vez, lo que interpreté como un buen indicio.
Mis piernas eran tan torpes y el uniforme tan grande que solía dar traspiés mientras avanzaba, llamando aún más la atención.
Era una tarde calurosa, lo que sumado al esfuerzo físico y la ropa inadecuada, me tenían al borde de la insolación, lo que considerando mi naturaleza acuática, podía constituir un riesgo considerable.
Una vez que llené la bolsa que cargaba, emprendí rumbo hasta un punto de reciclaje instalado a unas calles de distancia.
Me sentía como un pez fuera del agua, en el sentido más literal posible, pero podía resistirlo. Antes de caer dormida, había convertido esto en una rutina que repetía cada mes, al término de la luna llena, cuando las sirenas podíamos pasar más tiempo lejos del océano.
Cuando era pequeña mi madre me enseñó el lenguaje de los humanos, lo que me había servido de mucho para entender su modo de vida.
Usualmente las sirenas solían evitar la superficie, por el riesgo que significaba. Yo no. Tierra firme despertaba mi curiosidad de una manera poco saludable.
Cuando iba de camino, me encontré con el primer cambio sustancial. Antiguamente, una estación de ferrocarriles funcionaba a pocos pasos del basural, sin embargo la gaceta se encontraba cerrada, sin nadie merodeando, con apenas una máquina abandonada para recordar su viejo esplendor.
La preocupación se hizo latente. ¿Cuántos años habían pasado?
No era lo único que había cambiado. El centro de acopio ya no era el caótico lugar, abarrotado de basura y cartón, sino que habían cuatro tarros tan enormes, que perfectamente podía meterme dentro. Todos con distintas inscripciones e imágenes.
Me acerqué a leer el primero.
—Vi-drios —dije, reconociendo las letras.
Busqué en mi bolsa qué cosas podían caer dentro de aquella categoría, y descubrí que había traído unos envases que se parecían mucho a los dibujos del contenedor.
Estaba en pleno proceso, cuando una voz a mis espaldas me causó un fuerte sobresalto.
—¿Astronauta?
Solo habían dos personas que me llamaban así.
Me di la vuelta, lista para salir corriendo al encuentro de mis dos humanos favoritos, pero lo encontré fue totalmente inesperado.
Un hombre adulto, con algunas canas asomándose en su cabeza y unas cuantas arrugas me contempló conmovido.
Por un momento me olvidé de cómo respirar, porque detrás de ese cansado rostro, todavía podía distinguir los rasgos de un joven disfrutando de la lozanía de la vida.
—¿Angel? —pregunté.
—No puedo creerlo —dijo el recién llegado, acercándose con lentitud.
Seguí su ejemplo hasta que quedamos de pie, a pocos centímetros del otro, analizándonos como si nos viéramos por primera vez. Y en un impulso mutuo, decidimos eliminar la incómoda distancia, y nos abrazamos.
—Cómo has cambiado —murmuré.
—Tú nunca cambias —replicó él.
Contuve mis ganas de llorar y me separé para volverlo a mirar.
Nos habíamos conocido hace mucho tiempo —realmente mucho—, en una de mis tantas aventuras a la superficie. Él era un niño que ayudaba a su padre a recoger cartones y reciclarlos. Apenas nos vimos, despertamos la curiosidad en el otro. Yo con mi curioso uniforme y él con su mente inocente. De ahí, mi curioso apodo.
Nos volvimos a encontrar tantas veces que acabamos siendo amigos. Cada vez que yo salía a la superficie, él se encargaba de guardar mi bolsa y mi traje cerca de la costa, para que pudiera volver a encontrarlo en mi próximo regreso. A la vez, yo lo ayudaba a recoger cartón, para llevarlo a su casa, y entre ambos nos apoyábamos.