El lenguaje secreto de las sirenas

Capítulo 2

Cuando Angel me dijo que quería proponerle matrimonio a Steph, le pedí que me explicara aquel extraño ritual humano. Así fue como acabó llevándome a una tienda de joyas, para enseñarme los brillantes anillos de las vitrinas. 

—Es tradición que el los novios intercambien argollas —explicó. 

—¿Y cuál quieres darle? 

Entonces su rostro volvió a encogerse. 

—En realidad, no puedo darle ninguno por ahora, son demasiado costosos, pero estoy ahorrando para poder comprarle uno sencillo y bonito —dijo. 

Fruncí el ceño confundida, pero no quise replicar. Naturalmente, me costaba encontrarle sentido a la lógica humana. Por ejemplo, que le otorgaran un valor tan alto al símbolo de su amor, o incluso, que la ceremonia por medio de la cual se unía las vidas de dos personas, tuviera un precio. 

Pero con el tiempo entendí que a los hombres en general les gusta ponerle números a todo.

Al regresar al océano, busqué una nave hundida y escudriñé en su interior, buscando un anillo que se asemejara a los que Angel me había mostrado. Entonces, a la siguiente luna llena, regresé a tierra firme con la joya entre mis manos. 

Si no mal recordaba, aquella había sido la última vez que lo vi.

Volví a sumergirme con el recuerdo de su rostro incapaz de contener tanta felicidad. 

Por primera vez, sentí lo implacable del paso del tiempo. 

—Falleció en la sala de espera del hospital, no lograron atenderla a tiempo —explicó. 

Una nuevo sentimiento golpeó mi pecho. Era una mezcla de tristeza y rabia, pero no estaban dirigidos a nadie en particular, salvo yo misma. 

—Pude haberla ayudado —dije, haciendo alusión a las habilidades curativas de mi especie. 

—Creí que eso era traición —contestó. 

Y lo era. Desde que los humanos comenzaron a atacarnos, se nos prohibió acercarnos a ellos, por nuestra seguridad, y sobretodo, jamás debíamos prestarles auxilio. 

—No es traición si es para ayudar a una amiga —repliqué, resentida—. Si no me hubiera dormido...

—No puedes ir en contra de tu propia naturaleza. —Sus bienintencionadas palabras no me ayudaban a sentirme mejor—. ¿Qué soñaste?

Recordé la horrible sensación de ahogo que me acompañó durante veinte años, sin saberlo, y moví la cabeza, dispersando el pensamiento.

—Unos ojos azules, tan profundos como el océano —respondí, haciendo alusión a la parte final.

—¿Y qué más? —Insistió.

—Solo eso. —Mentí.

Por supuesto, no me creyó. Había pasado tiempo, pero en el fondo seguía siendo el niño curioso que alguna vez conocí. Sin embargo, ahora sabía cuando no darle más vueltas a un tema.

Llegamos a la base del mejor accidente geográfico de la ciudad. Una colina que desembocaba en un precipicio desde el cual podía arrojarme al océano sin que nadie me viera. Apenas habían unas pocas casas dispersas en los primeros kilómetros, que no alcanzaban a llegar hasta la cima.

La experiencia me había demostrado que a los humanos no les gustaba avanzar más allá del pavimento, tan pronto veían la tierra, daban media vuelta y retrocedían.

Sin embargo, un interesante rastro me hizo reconsiderar mi teoría. 

—Son ruedas de neumáticos —expuso Angel—. A algunos idiotas se les ocurrió que este cerro podía ser un buen lugar para realizar carreras clandestinas. No se si piensan que los autos vuelan o qué, porque si llegan a perder el control el risco, no podrán contarlo.

—Las personas nunca me han parecido lógicas —comenté. 

Había algo rutinario, y a la vez irreal, en subir el mismo paraje que caminé tantas veces en el pasado. El sendero todavía me era conocido, sin embargo sutiles cambios marcaban el paso del tiempo. Por supuesto, lo más llamativo eran las llantas marcadas sobre la tierra que abría camino colina arriba, sin embargo, habían otros que no eran más que nostálgicos detalles. Algunos árboles que conocí como pequeños brotes habían adoptado sólidos troncos, los robles que recordaba se habían oscurecido, en pos de la edad, el musgo que los cubría se había replicado, y algunos espacios recordaban a los que ya no estaban. 

Los que ya no estaban. 

Solo pensarlo me estrujó el corazón. 

—¿Hace cuánto fue...? 

No terminé la pregunta, pues en ese momento me di cuenta que iba sola. 

Me di la vuelta y distinguí a Angel varios pasos más abajo, apoyándose en sus piernas para recuperar el aliento. Ni rastro del ágil joven que descubrió esta salida en antaño. 

Sí, definitivamente el paso de los años cambiaba muchas cosas. 

—Puedo adelantarme —sugerí.

Esa era la tradición. Ellos me acompañaban tres cuartos del camino, luego yo terminaba el recorrido sola, me deshacía del traje espacial y saltaba al mar. Más tarde, ellos lo recogían y a la luna llena siguiente, lo escondían bajo el muelle, atándolo a una roca y arrojándola al agua, de modo que pudiese encontrarlo sin salir a la superficie.



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En el texto hay: sirenas, mitologa, mapuche

Editado: 29.08.2018

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