Su madre le llamó hace tres semanas para hablarle sobre ello, le había conversado sobre la clínica cerca del parque de la Avenida Atlap y cómo la ayuda de especialistas podrían llegar a formarle en un futuro. Alistair enseguida tuvo claro dónde quería llegar con eso: Psicólogos. Bien concisa había sido y no tenía duda sobre ello.
¿Todos lo notaban, entonces?
El que se sienta ridículo, débil. Incapaz de comportarse al menos normal. Sin saber cómo resguardar sus emociones frente a los chicos, pareciendo no tener nada bajo control.
Así que vino la semana pasada y le dijeron que regresara justo ahora. Si bien todo le parece más pulcro que en el hospital central; puede ver al resto de personas esperando en asientos deshilachados su hora de atención. Últimamente cosas como esas y... todo en realidad, lo pone de malhumor.
—Alistair Clarke —le dice al recepcionista, quien busca entre un montoncito de papeles y le da indicaciones acerca de ir hasta el fondo, a la puerta que tiene en grandes impresiones grabada la palabra "PSICÓLOGA".
En cuanto la encuentra, sin remediar en su imprudencia, la abre sin cuidado. Una fragancia lavanda le golpea el olfato, no tiene nada que ver con el olor a desinfectante que se la pasa rondando casi como una plaga alrededor de toda la clínica.
El cuarto permanece en una penetrante oscuridad, la cual es opacada por la luz natural brindada por las ventanas. Dentro hay una polvorienta alfombra caoba. Un escritorio que funciona como un perfecto archivador de hojas de vida, y dos asientos color beige, el de la derecha con la tela rota rodeado de unas paredes melocotón.
—Un gusto Alistair. Soy la doctora Brown. Michelle Brown. Venga, siéntate.
La mujer se encuentra en unos de los sillones. Tiene el cabello cayendo por su hombro como si se tratase de una cascada. Además se le contempla terriblemente delgada, Alistair no visualiza mayor curvatura que la de sus larguísimas pestañas.
—Un gusto —devuelve el saludo, tomando asiento.
—¿Cómo estás?
Alistair se encoge de hombros.
—¿Habías acudido a terapia alguna vez?
Alistair niega con la cabeza.
—¿Qué ocurrió para que tomaras esta desición?
Alistair se lo cuenta. Es simple en ello. Un poco de sus cambios bruscos y el malhumor monótono
—¿Con quién convives a diario?
—Desconocidos mayoritariamente, por mi empleo.
—¿Vives solo?
Niega —Con mis... ¿Mejores amigos? —dice, y cae cuenta en el hecho de que jamás se había parado a pensar en ello.
—¿Te sientes a gusto con eso?
—Es... complicado.
Michelle escribe eso, junto con todo lo que sale de su boca.
—Conozco lo que te ocurrió hace tiempo Alistair ¿Podrías contarme sobre eso?
—Ya debe saberlo todo.
—Los reporteros dicen muchas cosas. Si les hiciera caso entonces para mí eres un sectario
Ante eso, Alistair sonríe. Michelle le observa con un deje de comprensión.
—¿Qué es lo que me dices tú?
Por muchos años aquel periódo de su vida ha sido considerado como algo casi confidencial, demasiado íntimo para siquiera pensarlo. Se ha limitado a que se extendiera lo que la entrevista del 2007 logró hacer creer. Pero él ya es adulto, tiene un trabajo y el trastorno de su adolescencia no debiera acomplejarlo como en realidad lo hace. Está listo, es lo que ha sentido desde la semana pasada.
O quizá tan solo se ha vuelto un insensible.
[...]
20 de abril, 2004
—Hijo de puta —dice, y entonces, Alistair, refunfuña a la nada por cuaregentésima vez en el día. La nieve le ha invadido espacio hasta el tobillo de las botas, y se siente, de forma totalmente ilógica: miserable.
El cigarrillo se le consume entre los dedos al tiempo en que tira las caladas de humo. En cuanto se percata de esto levanta la cajetilla para comprobar si quedan yacimientos de algún mínimo extracto de nicotina: nada.
A su lado su mejor amigo Adam, con la bufanda luciendo como una bolsa a punto de asfixiarlo, le observa con una expresión cansina. Las ojeras se resaltan en su rostro como dos moratones y aun así las iris color avellana le titilan. Es como una caricatura.
Entonces Alistair resopla. Lamentándose el tener que entrar a clases con quince minutos de retraso. Conoce las reprimendas del viejo Thomson, gruñidos que se asemejan a los bramidos de un salvaje.
Cuando Adam parece percatarse de la angustiosa compostura de su amigo realiza un movimiento clásico: con la yema del pulgar soba un poco más abajo del hombro y bien arriba del codo. Una especie de acción que significa "lo siento", cosa que lleva existiendo desde la niñez.
Se desapoya de la pared de marfil y estremece. Alistair odia el clima frío, en especial cuando nieva y aquello se vuelve un incensurable obstáculo para abrirse camino a casa.
Luego de entrar a clase y recibir una regaño (que suena algo como: "Si a caso piensa llegar tarde UNA vez más, señor Clarke..."), se echa sobre la mesa. El gorro le pica la cabeza y no termina de saber por qué la ventana a su lado está a medio abrir. El viento le hela las mejillas de una forma hastiante.
Cuando suena el timbre ejerce sus acciones con una increíble lentitud. La clase ha sido asfixiante y su profesor sesentón es lo que se define como un dolor en el culo. Tanto así que antes de salir del salón, en cuanto ya todos se han ido, él lo detiene rígido frente a su escritorio.
—Debería saber que en clases el gorro no se lleva «le reprocha, arrebatándole el beanie de la cabeza y guardándoselo en el bolsillo de su ostentosa chaqueta de tela—. Deberíamos hablar además de su terrible olor a cigarrillo, señor Clarke. Luego de clases en castigo con el profesor Derek... Si quiere que esto no vaya a peor.
Lo odia, proclama. No tiene sentido intentar agradarle, piensa. Matemáticas ha sido un coñazo durante toda la etapa de la preparatoria y no cree ser capaz de arreglarlo a estas alturas.
Editado: 20.04.2020