El lienzo de las sombras, caos, color y oscuridad

Capítulo Vll: FRAGMENTOS DE PINTOR.

La máscara había caído.
Y lo que había debajo… era demasiado humano para ser un monstruo.

Fermín lo miraba sin poder moverse.

El rostro de Brian, antes tan abstracto, ahora tenía piel, tristeza y juventud.
No era el demonio que imaginó.
Era un reflejo… quizás una advertencia.

Y eso lo hizo temblar.

El músico estaba de rodillas. Su cuerpo era apenas una marioneta de hilos negros, convulsionando entre gritos ahogados y melodías que no se sabían si eran suyas o de Brian.

—¡Ayudémoslo! —gritó la escultora, corriendo hacia él.

Pero el suelo se quebró. El lienzo, esa prisión convertida en mundo, cambió de forma. Los pasillos se torcieron, las paredes comenzaron a sangrar pigmento, como si el espacio mismo estuviera siendo pintado por una mano invisible.

Fermín retrocedió, jadeando.

“Esto ya no es un cuadro…” pensó.
“Es… su cuerpo.”

Los artistas se separaron sin querer.
Cada uno fue arrastrado por su sombra.
Cada uno fue tragado por su propio rincón del lienzo.

Fermín cayó de espaldas, y todo a su alrededor se volvió blanco.
Un blanco puro, absoluto. Cegador.

—¿Esperás encontrarme aquí? —dijo una voz.

No era Brian.

Era él mismo.

Una figura idéntica a Fermín se paraba frente a él. Pero no vestía como artista.
Vestía de niño.
Con la misma ropa de aquella tarde.
Aquella tarde que no quería recordar.

—Vos sos…

—Tu primer trazo —dijo el niño Fermín—. El que nunca terminaste. El que enterraste bajo capas de esperanza barata.

—Yo quise pintar luz.

—No. Quisiste esconder la oscuridad.
Y eso… me creó a mí.

El niño lo miró con los mismos ojos que vio reflejados en las ventanas empañadas de la infancia.
Los ojos de un chico que lloraba por las noches porque nadie entendía lo que sentía al ver morir a su madre, y luego a su padre… mientras él dibujaba.

—Brian no es el enemigo.
—¿Entonces quién? —susurró Fermín.

—La mentira.
La mentira que usaste para seguir sonriendo mientras sangrabas por dentro.

Fermín cayó de rodillas.

Las lágrimas brotaron sin aviso.
Pero esta vez… no intentó detenerlas.

La luz del blanco absoluto se apagó.
El escenario cambió.

Ahora estaba en un cuarto gris, viejo.
Un caballete en el centro. Un pincel.
Y un lienzo a medio terminar.

Pero no era pintura lo que goteaba del pincel.
Era su memoria.

—Si querés salvarlos —susurró una voz cercana—, primero terminá este cuadro.

Fermín se acercó.

Sobre la tela, apenas esbozados, estaban los rostros de los otros artistas.
Pero no como eran ahora.
Como eran antes de romperse.

Antes del dolor.
Antes de Brian.
Antes de que sus sombras tomaran forma.

—Pintá lo que perdieron. Lo que olvidaron.
—¿Y si no lo conozco?

—Entonces… escuchá su silencio.

Fermín tomó el pincel.

Y por primera vez desde que Brian apareció, no tembló.

Sabía que no podía enfrentarlo con fuerza.

Tenía que hacerlo con verdad.

En otra parte del lienzo —ahora distorsionado, sangrante y cada vez más inestable—, la figura del músico comenzó a convulsionar.

Los hilos se tensaban.

La sombra rugía.

Pero el cuadro… comenzaba a iluminarse desde adentro.

Como si una nueva pintura, hecha con recuerdos sinceros, estuviera empezando a desgarrar la prisión.

Y Brian, sintiéndolo todo desde el núcleo del lienzo, se levantó lentamente del trono de pinceladas oscuras.

—Así que vas a intentarlo…
¿Vas a pintarme también, Fermín?

¿Podés pintar lo que más temés?
¿Podés pintar… tu culpa?**

Porque la única forma de vencerlo…

No era destruirlo.

Era retratarlo completo.

Y en ese retrato, revelar lo que ocultó incluso de sí mismo.

Continuará...




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