El aire en la sala del lienzo era espeso, como si cada respiración cargara con el peso de la traición y el miedo. Fermín se apoyaba en la pared, jadeante, con las manos temblorosas. Había visto a Brian de frente, ya no como un fantasma disperso, sino como una figura real, sólida, capaz de herir. Esa certeza lo atravesaba como una daga.
Los demás artistas permanecían en silencio. Cada uno lidiaba con su propia herida, física o invisible. Sus sombras, antes inofensivas, titilaban inquietas en el suelo, como si quisieran escapar. Fermín lo notaba. Y, lo más perturbador, podía escucharlas.
Eran susurros leves, voces quebradas, que lo llamaban a medias:
—Tómame…
—Úsame…
—No dejes que nos devore…
Fermín se estremeció. No eran sus propias sombras. Eran las de los demás. Eran dolores ajenos ofreciéndose como armas.
Cerró los ojos un instante. Si aceptaba ese poder, corría el riesgo de corromperse. Pero si lo rechazaba, Brian terminaría devorándolos a todos.
El eco de una risa familiar rompió el silencio. La figura de Brian emergió de las penumbras del lienzo, la máscara brillando bajo una luz inexistente.
—Ah, Fermín… —dijo con voz grave, burlona, pero cargada de un dolor subterráneo—. ¿Ya escuchas lo mismo que yo escuché una vez? Las sombras son traicioneras, pero también… deliciosamente útiles.
Fermín apretó los dientes.
—¿Qué es esa máscara, Brian? ¿Qué escondes detrás de ella?
Por un instante, la sala se estremeció. Brian levantó una mano y acarició el contorno de la máscara, casi con ternura.
—Esto no siempre estuvo aquí. Antes hubo un rostro… el mío. Un rostro que el mundo aplastó, que la humillación quemó. La máscara no tapa mi vergüenza, Fermín: es mi vergüenza. Y cuando comprendí que no podía vivir sin ocultarlo, me convertí en lo que ves.
Sus palabras se clavaban en el pecho de Fermín como cuchillas. Había algo demasiado cercano en esa confesión. Brian era la prueba de lo que él mismo podía llegar a ser.
—No somos tan distintos tú y yo —continuó Brian, acercándose con un andar sereno, seguro, como un cazador—. Ambos sabemos lo que significa crear desde la herida. La diferencia es que yo dejé de luchar contra la oscuridad… y tú aún pierdes tiempo resistiendo.
Fermín dio un paso atrás. Las voces de las sombras de sus compañeros se elevaron en su cabeza, más intensas, más urgentes. Y en ese instante, tomó la decisión.
Con un grito que partió la penumbra, extendió las manos y absorbió las sombras que lo llamaban. El aire se retorció, el suelo crujió. En un instante, su cuerpo se cubrió de una energía oscura que no le pertenecía. Vio recuerdos ajenos: dolores, pérdidas, miedos, todo atravesando su piel. Era insoportable… y poderoso.
Brian lo observó con una sonrisa torcida.
—Eso es. Ahora entiendes. Para ganar, debes dejar que las sombras te consuman.
Fermín lanzó un golpe, y la energía oscura estalló contra el cuerpo de Brian, haciéndolo retroceder por primera vez. La sala se sacudió con el impacto. Por un segundo, Fermín creyó que podía ganar.
Pero entonces lo sintió. Un ardor en su rostro. Llevó la mano a su mejilla, y cuando apartó los dedos, vio la mancha negra extenderse como una grieta. Era una línea oscura, delgada, que se expandía lentamente.
Brian, aún de pie a pesar de la herida, soltó una carcajada rota.
—Ya comenzó…
El silencio cayó sobre todos. Fermín respiraba con dificultad, consciente de lo que acababa de invocar. Y mientras Brian lo miraba, satisfecho, lo supo: no solo había herido al enemigo. Había abierto la puerta a algo mucho peor.
“Y mientras Brian retrocedía con una sonrisa torcida, Fermín lo sintió: una línea oscura dibujándose sobre su piel. Una máscara naciendo.”
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Editado: 22.09.2025