Fermín caminaba solo, lejos del grupo. No soportaba sus miradas, ese silencio envenenado que lo seguía como una sombra más. La grieta en su rostro ardía, pulsando con cada latido, y a veces juraba escuchar una respiración que no era la suya.
Se detuvo frente a un muro de ladrillos derrumbados. Pero lo que vio allí no era piedra. Era un lienzo. Un lienzo quebrado en pedazos, como un espejo de tela manchado de sangre y hollín. Una fuerza invisible lo empujó hacia dentro, y cuando intentó resistirse, el suelo desapareció bajo sus pies.
Cayó.
Despertó en un salón antiguo, iluminado por una lámpara de aceite. Las paredes estaban cubiertas de cuadros, pero todos tenían algo en común: habían sido tachados, desgarrados, mutilados por manos ajenas. Y en el centro, un niño. Delgado, con los ojos hinchados de llorar, sosteniendo un pincel tembloroso.
Fermín lo reconoció al instante.
Brian.
Pero no el Brian de cuernos y túnica enfermiza. Este era un niño herido, demasiado frágil para cargar con el odio que algún día lo consumiría.
Un hombre corpulento lo observaba desde un estrado, un maestro con voz cortante:
—Otra vez lo mismo, Brian. Oscuro, grotesco… ¿qué es esto? ¿Qué pretendes con esta podredumbre?
El niño titubeó, tratando de defender su obra: un paisaje lleno de figuras retorcidas, árboles que lloraban savia negra, cielos cargados de gritos.
—Es… lo que veo. Es lo que siento.
El maestro estalló en carcajadas crueles, arrastrando a los demás alumnos con él. El cuadro fue arrancado de las manos de Brian y arrojado al fuego. Las llamas devoraron sus colores, mientras las risas llenaban el salón como un veneno.
Fermín sintió un nudo en la garganta. Esa escena era demasiado parecida a sus propios recuerdos: las veces que lo llamaron trivial, superficial, cuando buscaba pintar la esperanza y solo recibió burla.
El niño Brian retrocedió, cubriéndose el rostro entre las manos.
—Nunca… nunca me volverán a ver llorar.
La escena cambió. Fermín estaba en una plaza abarrotada, bajo la lluvia. Brian, ya adolescente, había sido llevado por la fuerza. Frente a él, un jurado de críticos sostenía sus cuadros, mostrándolos como ejemplo de lo que “no debía ser el arte”. Lo humillaban, lo llamaban “parásito de la belleza”, “profeta de la enfermedad”.
El muchacho permanecía inmóvil, pero Fermín vio en sus manos la tensión de alguien a punto de quebrarse. Y entonces lo entendió: ese fue el momento. El instante exacto en que Brian se rompió para siempre.
Del suelo húmedo recogió un trozo de metal, y con él trazó una línea en su propio rostro. Una cicatriz sangrante que se convirtió en el molde de algo nuevo.
—Si mi rostro es motivo de burla —murmuró, con un odio sereno que heló a Fermín—, entonces nunca más lo verán.
—Yo mismo me haré la máscara. Y será el rostro de todos sus miedos.
El agua de la lluvia se mezcló con la sangre. Fermín lo vio levantar ese primer fragmento de hierro sobre su cara, y entendió que en ese instante había nacido Brian el Enmascarado.
El lienzo-memoria empezó a resquebrajarse. La escena se deshizo en sombras, y entre ellas apareció el Brian actual, alto, con la máscara lisa brillando como un espejo.
—¿Lo ves ahora, Fermín? —susurró, acercándose—. No nací monstruo. Me hicieron monstruo. El rechazo fue mi pincel, la humillación mi lienzo, y el dolor mi color más puro.
—Tú y yo… somos lo mismo. La diferencia es que yo dejé de fingir.
Fermín retrocedió, pero sintió el ardor insoportable de la grieta en su rostro. Se llevó la mano a la piel y notó que estaba húmeda… no con sudor, sino con sangre oscura que trazaba un símbolo. Una línea, como la que Brian se había hecho en su juventud.
El eco de la máscara vibraba dentro de él, como si quisiera germinar en su carne.
Despertó de golpe, jadeando en el suelo del refugio. Los artistas lo rodeaban, pero esta vez no vieron en sus ojos la mirada luminosa de antes, sino un resplandor ambiguo, perturbador.
Y Fermín entendió la verdad.
La máscara no era un objeto.
Era una herida abierta.
Y él…
él empezaba a sangrar igual.
“La máscara no era un objeto. Era una herida abierta. Y Fermín empezaba a sangrar igual.”
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Editado: 22.09.2025