El amanecer llegó pálido, sin fuerza, como si incluso el sol dudara en iluminar al grupo. Fermín permanecía sentado aparte, los ojos fijos en el suelo, con la mano apoyada sobre la grieta de su rostro. La sangre oscura que había visto la noche anterior ya no estaba, pero la piel seguía marcada, palpitando como una herida viva.
Los demás lo observaban desde la distancia. No decían nada, pero el silencio lo gritaba todo: miedo, desconfianza, cansancio. Fermín cerró los ojos, recordando lo que había visto en la memoria de Brian: aquel niño humillado, aquel joven que se arrancó el rostro para ocultar la herida.
Por primera vez, Fermín no lo odiaba. Lo entendía. Y esa comprensión lo desgarraba.
—Si él convirtió su dolor en fuerza… —susurró, apenas audible—. ¿Y si yo… hago lo mismo?
El ataque llegó al mediodía. Las sombras de Brian se arremolinaron en callejones estrechos, tomando forma de criaturas alargadas, figuras humanas estiradas como hilos, con bocas cosidas y ojos vacíos. El grupo retrocedió, presas del pánico.
Fermín avanzó.
Extendió la mano, y por primera vez no se limitó a defenderse. En el aire trazó un círculo con el pincel que aún llevaba consigo. Pero no pintó con color: pintó con la sombra de los suyos. La rabia, la tristeza, el dolor de los artistas a su alrededor se arremolinó en su trazo, formando un símbolo negro que brillaba con un poder extraño.
Las criaturas chillaron al unísono, desgarradas por aquella invocación. Se partieron en dos como si el aire mismo se hubiera convertido en cuchilla.
El grupo lo miraba atónito. Fermín no solo había repelido las sombras: las había usado.
Pero el precio se hizo sentir. La grieta en su rostro se extendió hasta el pómulo, y en ella titiló un resplandor metálico, como si bajo la piel se estuviera forjando una máscara.
Uno de los artistas se acercó, temblando.
—Fermín… eso no eres tú. —Su voz quebró en un susurro—. ¿De verdad peleas contra Brian… o solo contra el miedo de volverte él?
Las palabras se clavaron como un cuchillo. Fermín desvió la mirada, incapaz de responder.
Esa noche, el sueño lo arrastró hacia un lugar imposible: un salón de espejos. Pero los reflejos no mostraban su rostro, sino el de Brian, sin máscara, con cicatrices aún sangrantes. Cada espejo devolvía una versión distinta: un Brian niño llorando, un Brian adolescente con odio en los ojos, un Brian adulto con la máscara incompleta.
Y al final, un espejo distinto. En él no estaba Brian. Estaba Fermín.
O quizás… ambos.
El reflejo levantó la mano, y él hizo lo mismo. Entonces comprendió el terror: ya no había diferencia entre sus rostros.
Una figura emergió detrás de su reflejo. Brian.
—No pelees contra mí, Fermín —su voz era suave, seductora, peligrosa—. Pinta conmigo. Termina lo que yo empecé. Tú tienes la luz que me faltó, yo tengo la oscuridad que te falta a ti. Juntos… podemos crear la obra eterna.
El eco de esas palabras resonó como un tambor dentro de su cráneo. Fermín cayó de rodillas, el espejo frente a él vibrando, a punto de quebrarse.
Despertó empapado en sudor, jadeante. Los artistas lo rodeaban, mirándolo con el mismo miedo que antes, quizá más. Ninguno se atrevió a hablar.
"Fermín temblaba. No sabía si la voz que quería escuchar era la suya… o la de Brian."
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Editado: 22.09.2025