Еl límite extremo

PARTE 16

Vagaba sin rumbo por la casa, sumida en pensamientos tristes y sentimientos pesados. La melancolía me carcomía y no encontraba ningún sentido en la vida.
¿Qué hago aquí? ¿Para qué todo esto? Todo me parece tan insignificante y tan efímero. ¿Acaso era esto lo que quería? ¿Acaso lo quiero ahora? ¿Podría haber imaginado, hace siete años, que acabaría en un pueblo desconocido, en condiciones más que humildes, con la luz de la estufa como única fuente de iluminación, viviendo casi como en tiempos espartanos y trabajando hasta el agotamiento? ¿Qué pasó con mi vida? Antes todo era tan simple y tan bueno. Una infancia feliz junto a mi madre. Mi padre se desentendió porque prefería el alcohol a nosotras. Casi no lo recuerdo sobrio. Quizás fue mejor así. Nos atormentó durante once años y al final, se fue.

Recuerdo cuando no había ni trabajo ni dinero. Recuerdo nuestra dieta escasa, más que austera. Pero cuando por fin mi madre consiguió un empleo, todo cambió. Me mimaba, preparaba todo tipo de delicias; gracias a ella aprendí a apreciar todos los matices del pescado, la carne, y con las verduras hacía verdaderas maravillas. Teníamos una pequeña huerta, donde crecía de todo. Mi madre conseguía semillas de todo tipo, plantábamos esas quince áreas, las desyerbábamos, recogíamos la cosecha. Como todos los niños, seguramente, refunfuñaba cuando me hacían trabajar en el huerto, resoplaba, pero ayudaba, porque veía lo duro que era para ella.

Luego vino una enfermedad grave y mi madre ya no estaba. La pérdida del único ser querido fue devastadora. El dolor era tan profundo que apenas podía respirar, era imposible pensar, y no se veía fin a ese sufrimiento.
A mi lado entonces estaba un compañero de clase: Vovka. Ni siquiera lo había notado antes, alto, flacucho, con pecas en la cara. Pero él venía una y otra vez, sólo suspiraba de vez en cuando y apartaba la mirada con rapidez si lo miraba. No me di cuenta de cuándo empecé a echarlo de menos, de cómo me angustiaba si se demoraba. Se volvió tan necesario como el aire, tan esencial como el sol. Recuerdo nuestra primera vez. Recuerdo cómo deseaba que le dijera que lo amaba. O mejor dicho, así lo confesó después, cuando ya me amaba y esperaba esas palabras de mí, mientras yo aún no lo comprendía del todo.

Aplastada bajo los escombros de mi tristeza, no entendí de inmediato que amaba a ese chico despeinado y con pecas. Pero él se comportó no como un muchacho, sino como un verdadero hombre, incluso enfrentándose a su familia, que sinceramente creía que yo no era lo suficientemente buena para su hijo. Consiguió trabajo, se pasó a estudiar a distancia y estuvo a mi lado. Con el tiempo, todo se acomodó. Su familia me aceptó, y yo descubrí en mí un océano sin fondo de amor por mi esposo.

Vovka me propuso matrimonio. Aquel día me esperaba frente a mi trabajo. Yo también estudiaba a distancia y trabajaba. Estaba nervioso, tanto que me contagió su ansiedad, y empecé a exigirle que me explicara qué ocurría. Al final sacó el anillo y, nervioso, me pidió que me casara con él. Me quedé paralizada, embargada por una ternura punzante hacia mi Vovka, mientras él, algo en pánico, me miraba al notar mi expresión medio helada. Luego compartimos nuestras impresiones y nos reímos largo rato de todo aquello.

Después vinieron años de felicidad. Trabajaba, estudiaba, viajábamos como salvajes y éramos inmensamente felices. Pensaba que ya había alcanzado el límite de mi dicha, pero la llegada de un hijo superó todo lo que había imaginado. Éramos felices. Incluso con Vovka nunca tuvimos una pelea seria. Claro, a veces nos molestábamos, murmurábamos algo el uno al otro, pero todo se pasaba enseguida.

Y luego… luego la vida de todos cambió. Una guerra híbrida, la muerte, de la que ya oíamos cada día… y un terrible accidente de tráfico… Mis seres más queridos, más amados, murieron en el acto. Apenas recuerdo los primeros seis meses después de aquello. No quería vivir. La vida se volvió un infierno. Entonces, la ayuda llegó de donde menos lo esperaba. Mi suegra, que siempre me había tratado con frialdad, llegó de repente. Habló mucho conmigo, me suplicó, me amenazó, y me tocó con tanta precisión los puntos dolorosos que no me quedó más remedio que recomponerme.

Entonces me incorporé a esta empresa, empecé a ir al psicólogo y al gimnasio.
El dolor no desapareció, pero me permitió seguir adelante. Aunque prácticamente vivía en el trabajo. Evitaba a los hombres, con una vez había sido suficiente.

Y ahora, en esta casa oscura, muy oscura, porque hoy hubo tormenta y se fue la electricidad, estoy aquí sola. Me siento tan terriblemente mal, que quisiera aullar para que todo esto se detuviera. Porque ahora mismo me odio, odio mi vida, me ahogo en la autocompasión. Y no quiero esta vida. Ni siquiera sé qué es lo que más me asusta. No temo a la soledad, ya me he acostumbrado a ella, me siento cómoda así. Me asusta no saber para qué vivo. Tener una razón para levantarme por la mañana y hacer mi trabajo ya no me basta. Y no he encontrado otra. Se supone que tengo un buen empleo, que me permite realizarme y está bien remunerado, incluso tengo más dinero del que necesito, sobre todo en este pueblo, donde simplemente no hay en qué gastarlo. Y eso no calienta mi corazón.

Afuera relampagueaba y tronaba, el viento furioso azotaba las ventanas con gotas de lluvia, haciendo temblar los cristales, y el techo de hojalata parecía prepararse para volar a Marte. Cerré los ojos al darme cuenta de cuán desafortunada era mi vida. Esta casa solitaria, con sombras en las paredes y el aullido del viento tras los muros, me deprimía profundamente. El teléfono y el portátil se habían descargado sin remedio desde el mediodía. Una lección más: en los pueblos, al borde del mundo, hay que mantener el teléfono cargado siempre, no solo cuando se agota.
Entre el ruido de afuera, no entendí enseguida que alguien llamaba a mi ventana. Sin poder creerlo, me acerqué a la puerta, y una sombra negra, murmurando algo ininteligible, irrumpió en mi casa.




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