Una noche tranquila de viernes en el pueblo traía consigo una melancolía inhumana. A veces pasa, cuando el día anterior fue sorprendentemente inútil: se te cae el teléfono y se rompe, se te derrama el café caliente encima, se cancela una entrega que ya estaba acordada, te traen el equipo y se estropea en el primer intento de encenderlo.
Al principio estaba furiosa, increíblemente furiosa. La rabia me devoraba por dentro como una cobra venenosa, me roía el hígado, me desgarraba las venas, me chupaba la sangre, llegaba hasta los huesos. Rechinaba los dientes por la impotencia, por haberme metido en pérdidas financieras, por el tiempo perdido, y ni siquiera se sabía cuánto tardaría el diagnóstico y la reparación, ni cuánta sangre costaría. Y además había que buscar nuevos proveedores, cuando ya había recorrido todos los posibles, y los actuales eran los mejores. Y ahora otra vez a buscar, otra vez perder tiempo, otra vez posibles pérdidas, otra vez un montón de trabajo que ya había hecho.
Sabía que tenía que sobrevivir esa fase aguda de odio a toda la humanidad, a la ineptitud de los que se hacen llamar empresarios, a la torpeza, a todo lo que se hace “como por el culo”. Lo principal era resignarse, aceptar los problemas y empezar a actuar. Pero mientras tanto, me sacudía una tormenta emocional que no me dejaba en paz.
Una ira irracional me consumía, el frenesí me nublaba la vista, y por las venas me corría pura rabia.
Encontré en la laptop una carpeta con música: mi lista especial —Red Hot Chili Peppers, Scorpions, Led Zeppelin, Nirvana— todo lo que me volvía loca.
A medida que retumbaba la música y los bajos hacían latir el corazón con fuerza, empecé a moverme sin orden, siguiendo el ritmo. Recordé que había traído Baileys al pueblo. Supe con urgencia que lo necesitaba. Con la música rugiendo, encontré la botella. Fue la única cosa en todo el día que realmente me alegró. Sin ceremonia, le di un trago directo de la botella, sin prestar atención al sabor ni al aroma. Y seguí con mi danza salvaje.
Ni siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que bailé. Un baile hechizante en su desesperación, salía del alma, apagando toda esa gama ardiente de sentimientos que hervían dentro de mí.
La música, con sus bajos, me reventaba los tímpanos, provocaba una vibración en el estómago que subía por las venas hasta la cabeza, ahogando todas las combinaciones posibles de cómo podía desarrollarse la situación. Y la razón, impotente ante ese huracán de emociones, enloquecida por la irritación y la rabia, se hizo a un lado, dejando paso a la bacanal frenética de sentimientos.
En el ritmo de la música se derretía la decepción, se consumía la rabia que empujaba a la agresión, desaparecía la ansiedad que roía desde dentro como un gusano, se disolvía la culpa que no me dejaba seguir adelante, se apagaba el rencor que impedía perdonar errores, se evaporaba el odio que incitaba a destruirlo todo sin dejar piedra sobre piedra, incluso la envidia más inocente por el éxito ajeno parecía dispuesta a marcharse. Y se desvanecía la tristeza.
Pude detenerme sólo cuando me faltó el aire, cuando ardía el pecho y un costado me pinchaba. Me lancé al agua con desesperación. El agua del pozo estaba deliciosa, incomparable con la embotellada que solía pedir en la ciudad. Esta daba ganas de beber y beber. Disfruté el último sorbo y dejé la taza a un lado. Me limpié los labios con la mano. Las piernas ya no me sostenían. Apagué la computadora y me dejé caer en la cama.
Sentía cómo mi corazón latía con fuerza, cómo me temblaban las piernas tras esa danza demencial. Me tumbé con los ojos cerrados; los párpados, pesados como si estuvieran llenos de plomo, no me obedecían.
Por el rabillo del oído —si se puede decir así— creí oír pasos bajo la ventana. Le chisté a la paranoia, la espanté como algo sin importancia. Me giré de lado y sin darme cuenta me quedé dormida.
Soñé que corría por un campo y el miedo crecía a mi alrededor. No veía nada aterrador, pero sentía que algo inevitablemente terrible ya había ocurrido, y eso me helaba el corazón.
Un fuerte estruendo me hizo saltar de la cama. Jadeaba, el corazón me latía tan fuerte que dolía.
Desde la cocina llegaron sonidos extraños. Me levanté de un salto.
El miedo me paralizaba las piernas. Me agaché y agarré un palo que últimamente dejaba junto a la cama. Sentir al menos un arma en las manos me dio valor, y a puntillas me acerqué a la cocina.
Lo que vi me dejó congelada. En el suelo había vidrios rotos de un frasco. Chorros de leche agria estaban esparcidos por toda la cocina.
Miré nerviosamente alrededor. Nadie. Me acerqué a la puerta. Estaba cerrada por dentro. Algo en esa escena me puso los pelos de punta. El miedo pegajoso me anudaba las entrañas.
Con manos temblorosas quité el pestillo y salí al patio. Justo amanecía.
El alba. Los primeros destellos del día que despierta. El cielo encendido por una franja carmesí. Los pájaros trinaban alegremente. El aire olía a frescura indescriptible. La brisa tocaba suavemente mis labios. Era imposible saciarse de ese aire. El rocío brillaba sobre la hierba, los árboles, los arbustos.
El sol, una enorme esfera de un anaranjado brillante, aún no tenía la fuerza suficiente para iluminar todo a su alrededor, pero empezaba a teñir el cielo de naranja. Después, una generosa franja rosada se extendió en el horizonte.
Y ese amanecer borró todo el horror del sueño, y también el misterio del frasco roto.
El frío de la mañana despeja como nada. Me castañeteaban los dientes. Inhalé profundamente aquel aire puro y fresco, lo retuve un segundo, luego exhalé lentamente.
Volví a la casa sin aquella sensación de pánico que me había atrapado antes.
Volví a mirar el frasco. Decidí explicarlo todo con un enfoque racional y científico. Yo misma lo había dejado al borde de la mesa. Aunque recordaba bien que no estaba en el borde… pero bueno, todo puede ser. Quizás un pequeño terremoto, o tal vez pasó un camión pesado.
Ya sabía que cuando uno de esos camiones pasa por delante, hasta las ventanas vibran.
Me agaché a recoger los vidrios. Y entonces, debajo del armario, vi dos ojos fosforescentes.
Grité.
Me lancé hacia atrás, resbalé torpemente y me di un buen golpe contra el suelo, haciéndome daño en el brazo, el hombro y… en la parte más blanda.
Me quedé allí, viendo estrellitas, mientras observaba con el rabillo del ojo el frenético correteo de un enorme gato gris.
Con mi grito, el animal se asustó de verdad, se lanzó hacia la puerta —cerrada—, luego al cristal de la ventana, rebotó contra él y cayó al suelo. Después el bicho soltó un chillido que no tenía nada que envidiar al mío.
Yo, con esfuerzo, me puse en cuatro patas y miré a la criatura nerviosa con curiosidad.
Del miedo me salió una carcajada histérica. No me atrevía a ponerme de pie, por si volvía a caerme y me rompía algo, así que me arrastré hasta un rincón seco.
Me senté, me apoyé contra la pared.
—Qué vida tan maravillosa en este pueblo —dije, con la voz aún temblorosa, igual que mis manos y piernas—. Nunca en mi vida había sentido una tormenta de emociones como en este corto tiempo aquí.
La verdad, los golpes seguían doliendo bastante.
El gato incluso se calmó un poco y volvió a esconderse bajo el armario.