Hasta el mediodía, sobreviví con un enjambre de pensamientos filosóficos y airados sobre por qué vivimos así y qué deberíamos hacer para cambiar nuestra vida a mejor.
Al mediodía, oí música fúnebre y salí al patio. Junto a la verja de los vecinos rondaba la tía Valia, vestida con esmero y un pañuelo negro en la cabeza.
—¡Buenas tardes! —la saludé—. ¿Ha pasado algo?
—Hay un entierro. Murió Pavló. No sé cómo la pobre Liuda va a soportarlo.
—¿Y de qué murió?
—Dicen que fue un trombo. Lo llevaron al hospital, pasó una semana en cuidados intensivos. Ay, qué desgracia, qué desgracia… Aún era joven, tenía 49 años.
—Qué horror… Mis condolencias para su familia y amigos.
—Era un buen hombre…
Su voz se quebró, y de repente rompió en llanto. Su rostro se contrajo de dolor mientras se ahogaba en sollozos, tan amargos, tan desesperados. Tragué con dificultad el nudo en mi garganta, sin saber qué decir ni qué hacer. Y la música seguía acercándose, cada vez más cerca, hasta que, al doblar la esquina, apareció la procesión fúnebre. Me quedé allí, observando el coche con el ataúd, a las personas vestidas de negro llorando junto al féretro, a la larga cadena de dolientes detrás. Había muchísima gente. Entre ellos vi a Yaroslav Pavlovych. Por un instante, su mirada se cruzó con la mía, y luego bajó la cabeza.
La música fúnebre resonaba en lo más hondo del vientre. Ese dolor se sentía físicamente. Seguí con la mirada la procesión y, con una sensación de vacío y profunda tristeza, volví a la casa.
Me temblaba el cuerpo. Saqué una manta de algodón y me envolví en ella. Puse café. Los recuerdos revoloteaban como mosquitos molestos ante mis ojos. Una procesión parecida… y mi mundo entonces se derrumbó. Dicen que un entierro es lo más espantoso. Para mí, lo realmente espantoso viene después: vivir. Recogerte en pedazos, levantarte de la cama, asumir esa realidad y seguir adelante sin ellos, cada día, con ese dolor que corroe el alma.
Al principio fue el shock. No lloré. No había lágrimas. Luego me hundí en el trabajo, no dejaba ni un minuto libre, no podía dormir, no podía comer. Me convertí en un espectro, un cúmulo de dolor. No podía ver niños jugando en la calle. No soportaba mirar a parejas felices. Y así pasó otro año. Y luego otro. Y todo dolía un poco menos. Ya puedo vivir con ello. Sólo que, a veces, vuelve a arrollarme. Y en esos momentos envidio sanamente a quienes tienen una familia, niños que ríen, quienes son felices juntos. Sé que tras cada fachada de bienestar se esconden sus propias luchas. Eso no se puede evitar. Al principio, dos personas distintas deciden compartir vida. Luego nacen los hijos, y ya hay distintas generaciones con diferentes valores, enfoques. Supongo que eso es lo normal. No puedes obligar a un hijo a vivir tu visión de su vida. Tiene que cometer sus propios errores, elegir su camino. Pero insistimos en hacerlo lo mejor posible, mientras ellos se aferran a su propia voluntad, y así nace ese famoso conflicto generacional: no puedes darles total libertad, pero tampoco puedes encerrarlos. Y lo más asombroso: la gente se cree infeliz, discute por tonterías, se despedaza por unos metros cuadrados, y solo cuando llega una tragedia despiadada… solo entonces llega la lucidez. Pero a veces ya es demasiado tarde. Y nada puede cambiarse.
Estaba absorta en esos pensamientos cuando escuché un golpe en la ventana. Me sobresalté. Ya está, definitivamente voy a conseguir un perro. Siempre aparece por aquí cualquier clase de “gente buena”.
En la puerta estaba Yaroslav Pavlovych, con aspecto visiblemente abatido.
—¿Me invitas a un café? —preguntó enseguida.
—Adelante —me aparté para que pasara.
Entró. Me ocupé del café mientras él se sentaba pesadamente en el banco y se frotaba la cara con las palmas.
—Lamento mucho lo de hoy.
—Gracias —asintió con la cabeza—. Fue tan inesperado… Lo conocía desde niño. Pasaba aquí todos los veranos. Conozco a todos los del pueblo. Con algunos crecí. Hasta trepábamos juntos por las cerezas. Pavló era un buen tipo. De los de verdad. Un bromista, eso sí. Tenía manos hábiles e imaginación sin límites. Deberías haber visto las Mávkas que forjó, y cómo se burló de los espíritus oscuros —dijo con un brillo triste y nostálgico en los ojos.
Le serví una taza de café y un cuenco con los pasteles de la mañana. Me senté a su lado, abrazando mi taza con las manos.
—Estoy triste. Me duele —murmuró Yaroslav Pavlovych.
—Lo entiendo. La muerte de los seres queridos siempre es un golpe. Hace falta mucho tiempo para aprender a convivir con ello.
— No entiendo por qué mueren tan jóvenes. Ya he perdido a casi todos mis amigos. Uno tuvo un accidente, otro enfermó y en medio año se fue, a uno lo apuñalaron en su propia casa, mi mejor amigo de la infancia murió hace tiempo, cayó en las drogas, su madre intentó curarlo, pero él seguía llevándose cosas de casa hasta que se pasó de dosis. Cada una de esas muertes, siento que se lleva un pedazo de mí. ¿Sabes? Nunca pude estar solo. La soledad me aterraba hasta provocarme hipo.
— Usted no está solo. En Inglaterra tiene a su esposa y a su hijo.
Al oír mis palabras, un espasmo cruzó su rostro.
— Los tengo, sí. Pero a mi hijo lo veo unas cuatro veces al año.
— Mi hijo y su esposo murieron en un accidente de tráfico hace diez años. Choque frontal. Murieron en el acto.
Tras mis palabras, se quedó petrificado. Con manos temblorosas, dejó la taza sobre la mesa y derramó café.
— No lo sabía… Lo siento.
— Lo sé. Yo daría todo en el mundo por que estuvieran vivos. Y sé con exactitud cómo se ven la desesperación y la soledad. Comprendo su dolor. Lo siento. Le acompaño en el sentimiento. Pero también sé que no se puede cambiar nada. Solo hay que acostumbrarse. Y con el tiempo, duele un poco menos.
— Emilia, no quería reabrir tus heridas. Perdóname.
— Yaroslav Pavlovych, tranquilícese. Ya lo he aceptado. Sigo viviendo con ello.