El llamado de las Sombras

1| LA ÚLTIMA MISIÓN

1 | La última misión

"Cuando el cielo se cierre y la tierra no dé abrigo, serán los caídos los que levantarán a los caídos. Y en las sombras más hondas, brillará la lealtad que aún no ha nacido."

—Fragmento del gran libro de las memorias Mighty.
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~KAELYNN~

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A la distancia, el único sonido que rompía el silencio era el eco irregular de mi propia respiración, pesada y entrecortada, como una bestia herida que aún se niega a caer. Inhalaba con desesperación, como si el aire fuera un bien escaso, como si el mundo entero se hubiera estrechado a ese único acto: sobrevivir.

Me oculté tras un pedazo de concreto desplomado, ruinas de lo que alguna vez fue hogar de alguien, o quizá solo un muro que intentó proteger algo que ya nadie recuerda. Apoyé la frente en mi brazo tembloroso, húmedo por el sudor y el miedo. El mundo alrededor era un campo de combate y las sombras de la tarde, largas y frías, me parecían un refugio sagrado.

Los sensores verdes de los bored —humanos corrientes sin dones especiales—, rasgaban la penumbra como cuchillas de luz, escaneando cada rincón, hambrientos de anomalías. Tres de ellos. Tres. Y yo, apenas un cuerpo desgastado, con las rodillas sangrando y el alma a medio camino del colapso.

Bocturus se movía a lo lejos, casi invisible, como un animal que conoce cada rincón del bosque que lo crió.

El Mighty del viento danzaba entre las corrientes como una hoja en el aire, ligera, feroz. Ellos luchaban. Resistían. Se convertían en leyenda mientras yo era solo carne al borde del abismo.

Pero no me detuve.

Porque no era fuerza lo que me empujaba. Era determinación. Desesperación. Furia.

Uno de los bored se detuvo a pocos metros, de espaldas, su silueta recortada contra la luz moribunda. Murmuró algo en lo metálico de su auricular. No escuché las palabras, pero entendí el tono: aún no me habían visto. Aún no.

Pensé en saltar sobre él. En lanzarme como un rayo desde la oscuridad hacia él y tratar de desarmarlo, pero otra vez me temblaron las piernas. El corazón golpeaba demasiado fuerte y las manos no obedecían. No podía fallar. No podía congelarme por el miedo. No ahora.

Entonces hice lo único que pude: tomé una piedra del suelo y la lancé lejos, con fuerza, hacia la maleza seca. El sonido fue lo suficientemente fuerte como para que él girara la cabeza, luego el cuerpo, dudando, al final caminó hacia allí. Yo no esperé. Me deslicé entre las sombras, corriendo con todo el sigilo que pude reunir.

Pero miré hacia atrás y vi a mis compañeros poderosos asomándose cerca de aquel humano.

Corrí. No miré atrás otra vez. La confianza era mi única armadura. Confiaba en que el odio que mis compañeros sentían por mí —por lo que soy o lo que no soy— no era más grande que el que todos sentíamos hacia nuestros captores.

Me deslicé entre los restos de una ciudad que ya no era ciudad, mientras mi corazón repetía un único mantra: encuéntralo. Salva al niño.

Lo había visto huir. Habíamos trazado el mapa. Teníamos la emboscada. Y aun así... lo perdí. Como si la tierra lo hubiera tragado. Me detuve. Cerré los ojos. Dejé que mis oídos se convirtieran en mis guías. Silencio. Y luego, una respiración agitada. Leve. Humana.

Me acerqué. Dagas que casi no usaba en mano. Músculos tensos. Cada paso era una mezcla de miedo y esperanza.

Doblé la esquina del muro derrumbado, preparada para un combate, pero encontré otra cosa.

Una figura acurrucada entre los restos de un contenedor metálico. Pequeño. Quebrado. Un niño. No más de quince años. Los ojos hinchados por el llanto, los labios partidos, la ropa manchada de barro y sangre seca.

Nuestros ojos se encontraron, y algo en mi interior se quebró. No con violencia. Fue como una hebra que se suelta de una costura antigua.

Bajé las dagas.

—Tranquilo —susurré con la voz más dulce que pude reunir—. Venimos a ayudarte. Confía en mí.

Extendí la mano. Él la tomó sin preguntas porque a veces, el miedo es tan grande que uno se aferra al primer rayo de luz, aunque queme.

Nos escabullimos como sombras bajo el cielo que empezaba a pintarse de azul oscuro. Encontramos una abertura en la estructura de un viejo almacén, y allí, envueltos por la noche, nos detuvimos.

—Esperaremos aquí —le dije—. Mis compañeros acabarán con los boreds. Vendrán por nosotros.

Por él. Solo vendrán por él.

—¿C-cómo sabrán dónde estamos? —susurró con voz rota.

Bocturus es un rastreador —expliqué—. Sabe encontrar cosas y personas. Siempre lo hace.

El silencio volvió, lleno de grillos y sombras. El niño me observó, vulnerable.

—¿Hay más como yo? —preguntó. Su voz era de cristal.

—¿No lo sabes? —inquirí, y él negó con los ojos muy abiertos.

—Mis... mis manos se convirtieron en tentáculos. Cuando llegaron, mamá me gritó que corriera. Ella... ella se quedó.

Callé. No había forma de decirle que probablemente su madre ya no estaba.

—¿Alguna vez escuchaste hablar de los Mightys?

Él ladeó la cabeza.

—¿Los qué?

Mi sonrisa fue triste.

—Los poderosos. Gente que puede mover objetos con la mente, invocar luz, hablar con los animales... o convertir partes de su cuerpo en una criatura marina sin quererlo —le explico—. Éramos los guardianes de este mundo.

—No... creo que no.

Su "no" cayó como un disparo silencioso. Pero dolía más.

Me puse de pie. Mis piernas temblaban. Miré el horizonte tratando de buscar consuelo.

Recordé las palabras de Keldrik Dunklermond, el responsable del inicio del olvido:

"El mundo será puro. Limpio. Sin la amenaza de los diferentes."

Y al parecer... lo estaba logrando.




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