Estaba sentado en el auto cuando me di cuenta. Papá me había cerrado la puerta y se dirigió por última vez al garaje. Lo vi mirarlo todo con pena, se lo notaba muy unido a lo que sea que veía ahí.
Voltee la cabeza y miré la casa una vez más. Realmente fue muy difícil. Ese día el clima no ayudó en nada, estuvo horrible desde la mañana y para ese momento el cielo estaba cubierto de nubes. Totalmente cubierto de nubes negras. Tal vez así fue como nos dijo adiós.
Papá regresó enseguida con una última maleta que había dejado en el pórtico y la cargó. Enseguida ocupó su asiento pero no arrancó, me miró y me sonrió. No quería, no quería irme. No quería dejar este lugar tan pronto, no podía. El verano apenas estaba terminando y yo todavía no había superado lo que pasó. Aún así él pretendía que retomara mi vida como si nada, que fuera a la escuela nueva la semana siguiente, que me adapte a una nueva casa, a toda una ciudad diferente. Todo nuevo, desde cero.
–¿Seguro no te olvidaste nada, Albi? –Me dijo.
No le respondí. Él me miró fijo esperando una respuesta pero nunca salió. No podía ver que estaba feliz viendo que en sus ojos se notaba lo contrario. Estaba destruido por dentro él también. Finalmente puso el auto en marcha y condujo.
A él le habían ofrecido un nuevo trabajo mucho mejor que el que tenía antes, aprovechó al primer momento y empezó a hacer las maletas. No me pareció justo que para lidiar con la ausencia tengamos que escapar, yo no quería. En ese momento había pensado que si él lo necesitaba yo tenía que acompañarlo.
Voltee a ver cómo nos alejamos de todo, de las tardes con amigos, las vacaciones de flojera hasta tarde, la ciudad y los parques, mi trabajo de medio tiempo, cosas que jamás hubieran entrado en las cajas y valijas que llevábamos. Un sinfín de cosas que quería y podía haber hecho… Dejamos nuestro hogar y también la tumba de Mamá.
Dormí todo el camino, apenas pude recordar el viaje a la nueva casa. Papá había comenzado a descargar el equipaje pero yo no podía dejar de ver, hacia donde sea que mirara, enormes edificios y arboles gigantes. Se veía hermosa, tan distinta, tan incomparablemente grande. Nada similar a nuestro querido pozo con gente del que veníamos. Las luces, los colores, la cantidad de rostros nuevos y diferentes. Era impactante.
Para sorpresa de nadie la casa era grande, muy grande. Tenía un pequeño jardín delantero con un cercado de ladrillo, un camino que llevaba a una hermosísima puerta de madera rústica, una cantidad excesiva de ventanas en la planta baja, y el techo negro contrastando con la claridad de las paredes. La casa estaba en la lejanía del centro por lo que no habían tantos edificios cerca, y la vista era hermosa porque, doblando por la calle que vinimos, el camino iba en subida por lo que estábamos en una cumbre expandiendo mas la vista desde el simple portal.
Cuando estaba por entrar fue que me sentí raro. Se me rizó la piel ante la idea de tener que hacer este sitio mi hogar. No quería, no necesitaba más espacio, no necesitaba una casa más grande en la que pueda sentir más fácilmente que mi mamá no estaba.
Notó que no me movía y me miró. Yo lo miré a él. ¿En serio no podía darse cuenta que estábamos enfrentando esto de dos formas muy distintas?
Nos esquivamos las palabras. Estaba sintiendo que los ojos se me llenaban de lagrimas así que fui a buscar algo que hacer. Intenté, por un momento ver el lado positivo, como ella siempre me decía.
–¿Te gusta? –Me preguntó después de descargar todo– Hermoso lugar ¿no?
¿Este hombre pudo no haber sido joven?, ¿cómo no podía entender como me siento?
–¿Podemos acomodar mi habitación primero? –Le dije como respuesta.
Él me miró pero esta vez sin esa sonrisa que mantuvo todo el día. Quizás lo tomó por sorpresa ya que pasamos una y otra vez uno al lado del otro pero no nos dijimos nada en toda la tarde.
–Sí, hijo –Llevándome la contra dibuja esa sonrisa– Hagamos eso.
Lo odio, ¿por qué sonríe así si sabe muy bien que me siento mal?, ¿por qué sonríe así si en el fondo está lastimado?
Apenas tuve una cama en la que poder acostarme lo hice y así pasé el resto del sábado y del domingo.
Entre un par de comidas fuera de horario y momentos de silencio, el lunes nos había alcanzado: el gran día para ambos.
En la mañana, papá no me quiso escuchar. Luego de echarme un desayuno tibio en la mesa, me subió al auto y me dejó en la puerta del colegio. Fue todo tan rápido que mientras caminaba hacia adentro fue que noté lo incómodo que eran el pantalón de gabardina color negro y la camisa azul.
–¡Albi! –Me llama por la ventanilla– ¿Algo que decirme?
Mientras regresaba lo iba mirando: Tiene su trajecito, camisa y corbata. Se lo veía más arreglado que de costumbre pero es lo normal, también es su primer día y debe querer dar una buena impresión.
–No –Le dije.
Cuando estaba por desearle suerte, suspiró con fuerza antes de que pudiera decir nada. De la frustración sólo atiné a bajar la mirada.
–Hijo, si tenés algo en la cabeza tenés que decirlo. No podés guardarte todo lo que sentís para vos sólo.
Lo miré nuevamente y me encontré, justo, con esa expresión, esa máscara alegre y de confianza. ¿Cómo quería que sea honesto si me mentía en la cara? Él se había quedado esperando a que le dijera algo, me costaba pero iba a hacerlo.
–Lo sé.
No pude. No pude más…
–Está bien, Albi… Te quiero. Que tengas un gran primer día.
Levanté la mano y lo saludé mientras se iba.
Cabizbajo di media vuelta y entré al colegio. A partir de ahí venía algo peor que sincerarse con un padre: el primer día de clases como el chico nuevo. Tan solo ver el edificio había sentido una corriente de aire que me sacudió por dentro disparando el calor de la adrenalina y los nervios de golpe.