El maestro I: Las sombras del pasado

Introducción

El carruaje se arrastraba a mediana velocidad, levantando una polvareda a su paso. La tarde iba cayendo, y se encontraban cansados. Cinco pasajeros muy diversos, esperaban ansiosos llegar al punto donde descansarían hasta la mañana siguiente, para luego seguir el camino. El viaje era largo, y se había tornado aburrido. Solo dos de los viajeros habían parecido algo dispuestos a la conversación, pero no habían encontrado eco en el resto.           

El señor Lewis, por ejemplo, era un hombre cuarentón, ceñudo y parco. Viajaba por negocios, no por placer. Hacer sociales con sus compañeros de travesía no le interesaba en lo más mínimo.

Después estaban la señora Sampson y su hija Amy, las únicas dos dispuestas a una conversación. La señora era regordeta y rubicunda, una típica matrona inglesa, algo metiche, pero ella se consideraba muy simpática y tenía la impresión de que los demás debían pensar lo mismo, y que si una situación era aburrida o tensa, ella tenía la obligación de intervenir y hacer que todos se sintieran cómodos. Cosa que, por supuesto, terminaba teniendo el efecto contrario. 

Su hija, la señorita Amy, tenía veinticinco años ya, casi una solterona. Era delgada y poco agraciada, y su madre ya no tenía muchas esperanzas de poder casarla bien, pero no perdía la ilusión de que al menos lograra formar un hogar decente. Era callada, aficionada a la lectura de novelas románticas, y a soñar con encontrar un hombre que se ajustara a la descripción del héroe guapo y romántico que encontraba en sus libros. Alguien que fuera justo como el hombre que viajaba frente a ella, y al que desde que habían subido al carruaje no había podido quitarle la vista de encima. 

En el asiento de enfrente, viajaba otro pasajero. En realidad, dos. 

Jospeh Archer era un joven apuesto, de alrededor de veintiocho años. Tenía un porte distinguido y buena ropa, por lo que dedujeron que su posición económica debía ser bastante holgada. Por lo poco que había hablado, parecía también una persona educada. Estaba vestido con ropa oscura, lo que parecía destacar más el blanco algo pálido de su piel. Su cabello oscuro y ondulado, estaba algo largo y enmarcaba su rostro agradable, y tenía una pequeña barba muy cuidada. Su mirada triste, y una sombra de ojeras bajo sus ojos, les hizo pensar que quizás había estado enfermo. 

A pesar de ello, era un  hombre atractivo y misterioso. Además de que no hablaba casi nada, el mayor misterio parecía ser el pasajero que lo acompañaba. A su lado, en una enorme canasta, viajaba un bebé.

Si ya era extraño ver viajar a un hombre solo con un niño de tan corta edad, más raro era ver como se ocupaba de él, tal cual lo habría hecho una mujer. Le había dado su biberón en varias oportunidades, había cambiado sus pañales con increíble habilidad, y habían notado que viajaba con una buena provisión de ellos. En el camino no había donde ni quien los lavara, así que él los desechaba y usaba pañales nuevos. 

Cuando el señor Lewis los vio subir al carruaje en Londres, se maldijo por su suerte. Un bebé a bordo siempre era una molestia. Lloraban y olían mal, y peor este viajaba sin su madre. Ni madre ni niñera a la vista. Le intrigó imaginar como ese joven iba a arreglarse en el camino. 

Pa su sorpresa, el padre se arregló a la perfección y el niño resultó un santo. No hacía más que comer y dormir. Y su padre miraba también todo el tiempo el camino, solo con su brazo cruzado sobre la canasta, como si temiera que fuera a caerse. De vez en cuando deslizaba la mano dentro de ella y acariciaba las manos del bebé.

A la señora y señorita Sampson les pareció la cosa más dulce del mundo. Un hombre capaz de semejante ternura solo podía ser un buen hombre, no había duda. Un hombre sensible.

Guapo, sensible y solo, se dijo la señorita Sampson. Una pena que fuera a Sussex, estaba lejos del destino que ella y su madre llevaban.

Fue la señora Sampson la que averiguo que iba a Sussex, en uno de los tantos intentos que hizo por entablar una conversación con él. Todas sus respuestas eran amables, con una media sonrisa, pero breves y concisas. No daba lugar a seguir preguntando. Pero no parecía molesto para nada. 

El señor Lewis, en cambio, se sentía indignado. No sabía por qué este joven simplemente no la mandaba de paseo. Era una chismosa, eso saltaba a la vista. Y él prefería hacer todo el viaje en silencio, que escuchar los estúpidos comentarios de esa mujer, tratando de parecer simpática. Por suerte para él, el silencio llegó cuando la mujer se aventuró a averiguar el porqué Joseph viajaba solo.

—Debe ser difícil para usted hacer un viaje como este con un niño tan pequeño. Como ya le dije al empezar el viaje, puede contar con nosotras para ayudarlo. Estaríamos encantadas...

—Y yo se lo agradezco de nuevo, madame. Pero como ya ha podido ver, estoy acostumbrado. Me arreglo bien, gracias.

A la mujer no le molesto la negativa. Que la hubiera llamado "madame" con ese acento francés tan encantador había sido suficiente para obnubilar su mente. Si hubiera estado un poco más atenta, no hubiera preguntado lo que preguntó.

—Me doy cuenta, mi querido señor. Y eso me hace pensar, si disculpa mi intromisión y si no le molesta la pregunta, ¿dónde está la madre del niño? ¿Se encuentra enferma quizás?

La media sonrisa desapareció del rostro del joven y su mirada pareció oscurecerse.




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