El Mantra de Olhw: La Región de Kerv

Capítulo 1 - Presentación y Motivo

El ulular distante de una sirena rasgó la quietud de la madrugada en las calles de la Ciudad Luminaria, un sonido que apenas si llegó a los oídos de Brelah. Dentro de la modesta clínica, el mundo se había reducido a la sala de partos, a su propia respiración entrecortada y al pulso frenético bajo su piel. Brelah era una mujer de veinticinco años, de cabello castaño revuelto y ojos grandes que, incluso en ese momento de extremo esfuerzo, reflejaban una profunda melancolía. No era una melancolía reciente; la arrastraba desde hacía meses, desde aquella tarde en que las dos líneas en la prueba confirmaron la vida creciendo en su vientre y, al mismo tiempo, el vacío dejado por la partida silenciosa del padre de su hijo. Sola. Esa palabra había sido su compañera constante durante todo el embarazo, susurrándole al oído durante las noches de insomnio y apretando su pecho cada vez que sentía las pataditas de la pequeña vida que se formaba dentro de ella.

Ahora, las manos de Brelah, finas y temblorosas, se aferraban a las sábanas de algodón, los nudillos blancos bajo la tenue luz de la lámpara. Una contracción la envolvió, una ola inmensa de dolor que la arqueó sobre sí misma. La partera, una mujer de rostro curtido y voz serena, le indicó que empujara, su presencia una roca en medio de la tormenta. Brelah gritó, un grito primario que se perdió en el aire viciado de la sala, un lamento de liberación y de bienvenida a la vez. No había espacio para el rencor, solo para el instinto más puro de la maternidad.

Un último empuje, un aliento que parecía arrastrar el alma, y de repente, la presión en su interior cedió. Un pequeño cuerpo resbaló en sus brazos, cálido y húmedo, como si una parte de su propio ser se hubiera desprendido para habitar el mundo.

El silencio fue lo primero que la golpeó. Un silencio discordante. No hubo llanto. Nada. Apenas un suspiro casi imperceptible que era más el fin de un viaje que el inicio de uno. Brelah levantó la mirada, ansiosa, buscando los primeros signos de vida exuberante que se esperaban de un recién nacido. Lo que encontró la dejó perpleja. Era un bebé hermoso, sí, con el cabello oscuro como la noche y los ojos grandes y curiosos que parecían abarcar más de lo que su diminuto rostro permitía. Pero su mirada... su mirada no era la de un recién llegado. Era un abismo. Un semblante ausente, una quietud que trascendía la calma de un sueño, como si su pequeña alma estuviera a miles de kilómetros de distancia, observando el mundo desde una ventana lejana.

La partera sonrió, entregándole a su hijo con delicadeza, pero la sonrisa no llegó a sus ojos al percibir la inusual inmovilidad del recién llegado. "Es un niño sano, Brelah," dijo, aunque la voz sonaba forzada, como si la partera misma buscara convencerse.

Alú. Ese sería su nombre. Lo acunó contra su pecho, sintiendo el diminuto latido, ese ritmo constante que confirmaba su existencia. Pero no encontró la respuesta esperada, ese calor inmediato, esa conexión visceral que todas las madres describían. Alú no se agitó, no buscó instintivamente el alimento, no hizo el menor ruido más allá de ese suspiro inicial. Se limitaba a existir en sus brazos, una pequeña esfinge de piel suave, tan perfecto en su forma física y tan enigmático en su expresión. Apenas si gesticulaba de vez en cuando, un parpadeo lento, un movimiento casi imperceptible de sus labios que no presagiaba palabra alguna. Era como si la vida misma se hubiera manifestado en él con la quietud de una escultura, sin el furor del aliento.

Los días se convirtieron en semanas, y la angustia de Brelah crecía como una enredadera alrededor de su corazón. Alú comía lo mínimo, apenas lo suficiente para sostenerse, casi por inercia, como si la nutrición fuera una tarea secundaria a la que apenas prestaba atención. Sus noches eran largas, silencios llenos de la preocupación de una madre que sentía a su hijo a la vez tan cerca y tan irrevocablemente lejos. Lo abrazaba con fuerza, le susurraba canciones de cuna, le hablaba del mundo que lo esperaba, de los colores del cielo, del sabor de las frutas, de los nombres de los animales. Pero Alú permanecía en su propia burbuja, un ser etéreo en un cuerpo frágil, una presencia que era a la vez todo y nada. "¿Estará enfermo, doctora?", preguntaba Brelah, con la voz ahogada por la desesperación. Los médicos no encontraban nada. "Es un niño tranquilo," decían con sonrisas condescendientes, "algunos bebés son así." Pero Brelah sabía que había algo más. Era una quietud que trascendía la calma, una profunda ausencia que la carcomía desde dentro. ¿Cómo podía conectar con un hijo que parecía habitar otro plano de existencia, un lugar donde su amor maternal no podía alcanzarlo?

Mientras tanto, la consciencia de Alú flotaba en un espacio sin forma ni tiempo, un vasto océano de luz y vibración. No había nada que pudiera compararse a él en el plano terrenal. Era la extensión de un padre sin límites, una chispa desprendida de la fuente de toda creación. No hubo separación dolorosa, sino una expansión deliberada, una bifurcación de la conciencia principal para manifestarse en una nueva forma. Había sido una parte de esa inmensa consciencia que lo abarcaba todo, el Dios creador de realidades infinitas, y ahora era un fragmento enviado con un propósito que apenas comenzaba a desvelarse. Podía sentir el eco de esa inmensidad en cada fibra de su ser aún no manifestado, la omnipresencia de una intención que se tejía a través de todo lo existente.

En ese estado, la libertad era absoluta. Ser y hacer todo cuanto se deseara era tan sencillo como pensar. No había barreras físicas ni temporales. Un pensamiento, y la conciencia de Alú se expandía para abarcar constelaciones enteras, para sentir el latido de galaxias distantes. Otro pensamiento, y podía sumergirse en la esencia de una idea, desentrañando sus múltiples capas de significado, comprendiendo la intrincada red de intenciones que daban forma al universo. Ir donde se quisiera sin necesidad de nada era la norma. No había cuerpos que arrastrar, ni distancias que recorrer, ni energía que gastar. El simple deseo era el vehículo, la intención, el mapa. Era la mente en su estado más puro y desinhibido, un lienzo donde cada pensamiento se convertía instantáneamente en una realidad vívida y palpable, accesible a la voluntad.




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