Solo tres días habían transcurrido desde que la Tierra, el vasto y a menudo atormentado hogar de la humanidad, se había transmutado en un sueño, en un paraíso palpable que desafiaba toda lógica y expectativa. En aquel instante que la conciencia universal guardaría para siempre, una nueva energía había resplandecido. Se había manifestado como una emanación pura, una vibración tan potente, tan absoluta en su propósito, que había barrido las sombras más profundas de la existencia terrenal. Las armas de los arsenales, las ojivas nucleares que dormían en silos bajo tierra, los fusiles que colgaban en las armerías clandestinas, se desvanecieron sin dejar rastro, como si su concepto mismo, su razón de ser, hubiese sido borrado del tejido de la realidad. Las prisiones de acero y cemento se abrieron con un susurro de liberación, y sus barrotes se disolvieron en el aire, pues la intención de infligir daño, la voluntad de injusticia, había sido drenada. El sonido de los gritos de la injusticia, el lamento de los oprimidos, el sordo golpe de la violencia callejera, todo se había silenciado. Ahora, un eco de calma y de una empatía que surgía como la fuerza dominante, un río de compasión, fluía entre los seres humanos, nutriendo el respeto mutuo. El mundo había entrado en una era sin precedentes: una utopía incipiente, tan frágil como hermosa, donde la codicia se desvanecía ante la satisfacción de la suficiencia, la violencia se volvía impensable ante la revelación de la interconexión, y la cooperación brotaba de cada interacción.
Las ciudades, donde hacía apenas unas horas resonaban risas genuinas y el zumbido de la colaboración, el murmullo constante de la vida armonizada se rompió con un alarido colectivo. El frenético clamor de las sirenas había cesado, reemplazado por el canto espontáneo de las aves que regresaban a los parques urbanos, por el suave murmullo de conversaciones llenas de genuino interés, por el eco de niños jugando sin temor en calles que antes eran peligrosas. Los cláxones furiosos y el rugido de los motores dieron paso a la cadencia de pasos pausados, al susurro del viento entre los edificios, al suave golpeteo de las gotas de lluvia que caían sobre techos limpios. El aire, purificado de la polución y el resentimiento, se sentía fresco y ligero, con un dulzor a ozono renovado y a la tierra húmeda, una fragancia que invitaba a respirar profundamente y a confiar en cada inhalación. Los rostros de los transeúntes, antes tensos por el estrés y la preocupación, se habían suavizado, y una sonrisa espontánea se dibujaba en los labios de extraños que ahora compartían una comprensión tácita de la paz recién encontrada. La gente se ayudaba mutuamente por un impulso innato, compartiendo recursos, construyendo comunidades, sus mentes claras y sus corazones abiertos a una nueva realidad.
La naturaleza, antes asediada y explotada, había comenzado a expandirse, reclamando sus derechos con una vitalidad asombrosa. Los ríos, antes contaminados, corrían ahora cristalinos, y sus aguas reflejaban un cielo inmaculado. Los bosques, antes deforestados, brotaban con una velocidad milagrosa, cubriendo las cicatrices de la humanidad con un manto verde esmeralda. Animales salvajes, antes temerosos, se acercaban a los asentamientos humanos con una confianza inocente, sus ojos brillantes con una curiosidad que reemplazaba el miedo ancestral. Las manadas pastaban en armonía con los antiguos depredadores, como si una verdad olvidada sobre la coexistencia pacífica hubiera sido susurrada en el viento. Era un milagro visible, táctil, audible: el planeta mismo parecía suspirar de alivio, cada fibra de su ser vibrando con una energía sanadora. La luz del sol, en esos tres días de gracia, parecía brillar con una pureza renovada, sus rayos acariciando un mundo que, por fin, respiraba, que por fin vivía plenamente. La conciencia colectiva se había elevado, en la Tierra y en sus ecos celestes, en el tejido del universo mismo que resonaba con esta nueva nota de armonía. El olvido de la separación se había disipado, dejando un recuerdo de unidad.
Pero aquella mañana del cuarto día, un alba que debería haber traído más de esa luz prístina, la luz trajo consigo la aniquilación de toda certeza. Una penumbra viva, pulsante, se deslizó sobre el horizonte, absorbiendo el sol antes de que sus primeros rayos pudieran acariciar la Tierra. Fue una oscuridad con voluntad propia, con un peso que no era atmosférico, sino existencial, el primer y desgarrador acorde de un réquiem que prometía la disolución de toda coherencia conocida, la transmutación forzada de la existencia en una pesadilla palpable. La paz, esa frágil y reciente joya, se hizo añicos con un sonido silencioso, ahogado por el creciente pavor. La presencia del antagonista, el Olvido mismo, había comenzado a pronunciarse, rasgando el recién tejido velo de la utopía con la brutalidad de un sueño que se convierte en pesadilla.
El aire mismo se espesó hasta volverse una sustancia casi tangible, densa y metálica, con un regusto a ozono quemado, a humedad estancada y a un miedo primordial que se filtraba en cada inhalación, quemando los pulmones y helando la sangre. No era solo la vista lo que alertaba; era el olfato que captaba el aroma a decadencia cósmica, el tacto que sentía la vibración constante del suelo bajo los pies, la audición que captaba un zumbido grave, casi inaudible al principio, que crecía desde las entrañas del cosmos, una resonancia que hacía vibrar los huesos hasta el tuétano, que hacía temblar el cristal de las ventanas con un lamento agudo y fracturar la tierra misma. Una sinfonía de disonancia, un coro de la desesperación universal.
En las ciudades, donde hacía apenas unas horas resonaban risas genuinas y el zumbido de la colaboración, el murmullo constante de la vida armonizada se rompió con un alarido colectivo. Este no fue un alarido humano, sino el grito ancestral de la Tierra misma, de su flora y su fauna, una lamentación primigenia que se alzó desde las profundidades abisales del océano hasta las copas de los árboles más altos, desde la selva más densa y exuberante hasta las cumbres heladas de los Himalayas. Un grito de agonía geológica, un gemido biológico que perforaba el aire con la fuerza de un millar de volcanes en erupción y la desesperación de un millón de especies al borde de la extinción. El mundo, que había suspirado de alivio hace poco, ahora se convulsionaba en pánico.