El Mantra de Olhw: La Región de Kerv

Capítulo 7 - El Maestro del Vacío: La Epifanía de Alú

La Tierra continuaba su descenso ineludible hacia la aniquilación, un escenario de horror perpetuo y sin piedad que no daba tregua. No había pausa, no había respiro en la sinfonía de la destrucción. El cosmos entero se retorcía bajo un sinfín de ataques incesantes, una coreografía macabra de la aniquilación donde cada golpe, cada disolución, parecía perpetrar una burla consciente, un desprecio visceral por la vida misma que se filtraba en el éter. Las abominaciones celestiales y terrestres, con su apatía gélida que era más hiriente que cualquier malicia, no solo destruían, sino que se regodeaban en la desintegración, en la lenta agonía de la existencia. Reducían las ciudades a polvo que ya no podía recordar que alguna vez fue concreto, los planetas a orbes putrefactos que sangraban gases tóxicos en el vacío, y las galaxias a espirales moribundas, sus estrellas parpadeando como velas en una tormenta terminal. Todo lo hacían con una lentitud deliberada, casi ritualística, como si su único deseo fuera terminar con la ilusión de la forma, con la vida misma que se aferraba, con el deseo de persistir, y con cualquier forma de existencia, pulverizando hasta la última partícula viviente, el último vestigio de conciencia. Era el réquiem de una región del universo, el borrado de cada nota en la partitura cósmica, una plaga que trascendía la forma, una herida en el tejido mismo del todo que sangraba oscuridad y el vacío primigenio. La atmósfera misma se había vuelto una masa opresiva, densa y metálica, que asfixiaba el espíritu. El hedor a bilis y descomposición se mezclaba con el de ozono quemado y carne quemada, creando un miasma que se adhería al alma, y el pánico sin gritos, una opresión tan profunda en el espíritu, se había vuelto el único sonido perceptible, un eco mudo de la desesperación colectiva que resonaba en el vacío.

En este paisaje de horror incesante, en el plano donde el tiempo era un murmullo distante, un reino de etérea belleza y vibraciones puras, la mujer, ahora un orbe de luz rosa y vibrante, con la silueta apenas discernible de un ave de éter, se zambullía en el lago denso de azul cobalto. La superficie se cerró sobre ella sin un rizo, sin una onda, una entrada sin perturbación que era una declaración de propósito inquebrantable, un acto de voluntad serena en medio de la disolución universal. La luz rosada pulsó brevemente en las profundidades, un corazón cósmico latiendo en la oscuridad azul, un pulso de esperanza en el abismo del no-ser, antes de ser absorbida por la inmensidad, fundiéndose con ella, convirtiéndose en parte del lago mismo, una extensión de su vasta y misteriosa esencia. Pero para el orbe-mujer, sumergirse no era un final, sino un viaje, una búsqueda ineludible que resonaba en su propio ser, una misión grabada en su esencia, un imperativo cósmico. El lago no era agua en el sentido físico, sino un portal viviente, una membrana sensible y pulsante, tejida con los hilos de la conciencia universal, que conectaba aquel plano elevado con el vasto universo estelar que ahora se consumía en el horror, un hilo de conciencia tendido a través del abismo, una esperanza latente que desafiaba la negación de la existencia.

A medida que el orbe-energía se adentraba en el lago, su percepción se expandía sin límites, trascendiendo las limitaciones de la forma y la materia, abrazando la vasta y aterradora totalidad del cosmos. El azul cobalto del lago se transformó en una sinfonía de estrellas y galaxias, un mapa cósmico pulsante que se desplegaba ante su conciencia, cada nebulosa una nota en la melodía del universo, cada estrella un punto en una partitura infinita de la creación y la destrucción, cada agujero negro un silencio cósmico que la invitaba a comprender la ausencia. Se movía a través de esta inmensidad, no volando con alas físicas, pues carecía de ellas, sino fluyendo, deslizándose a través del éter cósmico con una gracia etérea, guiada por una fuerza invisible, una resonancia, un llamado atávico que buscaba a alguien, un lugar, una chispa de conexión en la vasta oscuridad que lo cubría todo, una aguja de luz en un pajar de vacío. Su "vista" no era la de los ojos, sino una percepción total, una inmersión completa en la información y la energía que componían el universo, una comprensión que iba más allá de lo sensorial, una verdad que la abrazaba y la hacía una con el cosmos. Se aproximaba a una región estelar específica, un cúmulo de galaxias, planetas, astros y toda la materia cósmica que ahora se retorcía bajo el yugo del Olvido, como un cuerpo enfermo devorado por una plaga ineludible, sus miembros cósmicos convulsionando en una agonía silenciosa.

Desde la perspectiva del orbe-mujer, esta región, a lo lejos, revelaba una visión aún más escalofriante, una verdad que helaba la conciencia hasta el núcleo mismo de su ser, una comprensión de la vastad de la disolución y el juicio. Más allá de sus límites, el espacio se extendía en un vacío absoluto, una negrura tan profunda que no era solo la ausencia de luz, sino la negación de la existencia misma, una nulidad devoradora que parecía respirar con la lentitud de una entidad cósmica, una respiración que absorbía la luz y la esperanza, dejando solo la nada. Era como si la oscuridad primordial hubiera tomado forma, la anti-creación misma, y en ese lienzo negro, vasto e infinito, se dibujaba una silueta colosal. No era una galaxia, ni una nebulosa, ni siquiera una superestructura cósmica; era la forma de un ser, una entidad de una escala tan vasta que abarcaba la inmensidad de una región estelar, una presencia que llenaba el no-espacio con su sola existencia, proyectando sombras que devoraban la luz de las estrellas que se atrevían a brillar con una luz tenue. Esa silueta, imponente y sobrecogedora, parecía estar hecha de la misma oscuridad y vacío que la rodeaban, sus contornos borrosos y cambiantes como los de un sueño inestable, y de ella emanaba el horror que consumía los mundos, una respiración de aniquilación que se extendía como una marea ineludible y devoradora. Su presencia era la encarnación de la apatía cósmica, la indiferencia del todo hacia el individuo, el desinterés de la nada por la vida.




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